Al dejar atrás el templo de la Diosa Virgen, Ix Nikté se sintió aliviada; la fuerte opresión en su pecho había desaparecido. Aunque estaba agotada todavía tenía que regresar por su vestido al área del estanque para no dejar evidencia de su incursión nocturna. De camino a la crujía oeste nuevamente tuvo el extraño presentimiento de estar siendo observada. En la galería fue tanta su inquietud, que se quedó muy quietecita detrás de una columna escrutando las sombras tratando de recobrar el valor para seguir adelante. Fue entonces que distinguió una sombra entre las sombras, era el espíritu del coloso de piedra cobrando vida caminando con pasos lentos desde la huerta, impresión que la llevó a sufrir una ansiedad tan enfermiza, que un sudor frío empezó a recorrerle el cuerpo. La bestia moteada se detuvo a olfatear el aire, y se dirigió a la galería desde donde Ix Nikté lo contemplaba horrorizada. Pero cuando el felino estaba a sólo unos pasos de la escalinata, como engendrado por las tinieblas apareció un hombre semidesnudo extendiendo los brazos azuzando al jaguar sin hacer mucho ruido para no despertar a las doncellas que dormían. Mientras el animal corría hacia la huerta desapareciendo tras la barda, Ix Nikté se desmayaba revelando su ubicación a los oídos del guerrero, quien la halló desnuda tendida sobre la galería. El corpulento hombre la cargó en sus brazos llevándola a los escalones del atrio para identificar a la doncella en su regazo. El exquisito volumen que revelaba a la luz de la luna, no correspondía a la mujer que había estado esperando en la penumbra. En el rostro, una máscara de pintura que seguramente en el día cumplía su propósito ocultándole la faz, expuesta en la espectral luz plateada producía el efecto contrario resaltando los hermosos rasgos, convenciendo al guerrero de que la mujer que yacía en sus brazos era el ser más extraordinario que hubiera visto en toda su vida.
Ix Nikté volvió en sí. Al advertir su exhibida condición en los brazos de un extraño, en lugar de alterarse o pretender escapar de él, le brindó una tierna caricia en la mejilla. El guerrero al ver esta actitud tan sugerente, le acarició el cuerpo con atrevimiento empalagado de poder hacerlo sin reserva, sin reclamos u objeciones, sino que muy al contrario ella se lo permitía gimiendo de placer. Entonces, cuando la mirada del hombre se tornaba en un ardoroso deseo por poseerla, una larga y puntiaguda daga le atravesó el cuello de lado a lado entrando y saliendo tan intempestivamente, que de tajo le cercenó las arterias, el deseo y las pasiones. Tanto Ix Nikté como el guerrero trataron de incorporarse al mismo tiempo, pero la sangre brotaba tan abundantemente del cuello del hombre, que éste terminó por desplomarse exánime cayendo encima de la débil muchacha, quien quedó atrapada en una grotesca cárcel inerte. Con inútiles y desesperados esfuerzos ella trató de salir de la horrible prisión irónicamente sellada con la resbaladiza sangre y los filosos peldaños, siendo vano todo intento por zafarse. Llorando, clamó a la noche por ayuda, clamó a la luna por piedad, rogó a su falta de fe que la liberara de aquella tortura, y hasta le rogó al cuerpo exánime que la tenía presada. En medio de esa desesperación, percibió una presencia aterradora entre las sombras que permanecía detrás de ella. Cuando consiguió contorsionarse lo suficiente para mirar atrás, advirtió que Ich-Yax-Tun muy tranquila limpiaba con el pulgar y el índice la sangre de una espada de espina de mantarraya, que una vez limpia guardó en la funda que traía en la espalda.
―Parece que esta noche no tenemos mucho sueño ―la reprendió Ojos de Jade reprobando la deshonrosa escena, y a la vez tendiéndole la mano para ayudarla a salir de la ominosa trampa―. Me pregunto qué hacías desnuda en los brazos de un extraño, ¿tú crees que esta sea la mejor manera de mantener pura la pureza?
En la mirada de Ix Nikté se podía ver el miedo, el dolor, la frustración y el coraje. Algo quiso decirle a la cruel asesina, pero las palabras no brotaron de su boca, en vez de ello se arqueó y vomitó repetidas veces sobre la escalinata.
Ich-Yax-Tun palpó el cuello del guerrero para confirmar su deceso, después mojó su mano en la sangre del difunto, con los dedos marcó sus mejillas y las de Ix Nikté, y por último, plasmó con la mano extendida una huella de sangre en la columna más cercana.
―Ahora dime, ¿quién era este hombre? ―le preguntó mientras luchaba por enderezarle el rostro al difunto, en tanto Ix Nikté la miraba horrorizada sin pronunciar palabra. ―¡Pero si éste hombre es nada menos que Waxaak-Ts’aay (Ocho Colmillo)! ¡Seguramente pensó que tú eras Ix-In’el-Tzic-Ha! ¡Esto es terrible, qué barbaridad! ―exclamó Ich-Yax-Tun intranquila, pero después agregó resignada―: ¡Qué remedio! Un designio es un designio.
Ix Nikté parecía enferma, temblaba y sollozaba tanto que Ich-Yax-Tun tuvo que abrazarla para reconfortarla, pero como no dejaba de temblar, decidió llevarla a la choza de las Kaabyán para que la cubrieran con una manta y le sirvieran una bebida caliente que pudiera reanimarla.
Aquella noche fue un infierno de tristezas, los gritos de dolor de Ix-In’el-Tzic-Ha despertaron a las demás doncellas y la confusión duró hasta el amanecer, momento en el cual Ix Nikté se retiró a su habitación, sin embargo, aunque estaba agotada no podía conciliar el sueño. Para evitar pensar en lo sucedido, miró con obstinación los glifos del muro, hasta que pudo descifrar su significado: “u-pa-ka-ah ze-il, ka-ma-ah ha-an, ze-el-ah tich-ot-uch, ze-el-ah ich-av-tah, he-kaz-ti le-ben-tzil tzo-la-ac-men (trajo los regalos, recibe la comida, visita los templos, visita los campos labrados, y revela lo oculto a buen tiempo, según el orden de las cosas)”. La inscripción parecía hacer alusión al personaje de la bóveda inclinada, reflexionó antes de caer en un profundo sopor.
―¡Ix Nikté! ¡Nikté! ―escuchó la inconfundible voz de Ich-Uh que la llamaba.
Esta vez Ich-Uh esperó cortésmente a que saliera. Cuando Ix Nikté hizo acto de presencia, Ich-Uh se postró ante ella con una reverencia tan vistosa que su frente tocó el piso.
―Levántate, no seas tonta ―le dijo impaciente Ix Nikté, quien de camino al estanque iba tomando conciencia de su actual aspecto: tenía sangre reseca en los brazos y en el cuerpo, en las manos y el cabello, el cual sentía tieso y revuelto; como la sangre también debía estar mezclada con la pintura de su rostro, esta condición la hizo sentir tremendamente sucia.
Sobre la plataforma del estanque las doncellas discutían.
―¿Protegerla? ¿Protegerla para qué? ―preguntaba Ich-Yax-Tun decepcionada.
―La sentencia del designio afirma que ella es una especie de salvación ―respondía Ix Sáasil.
―¡Silencio, silencio! ―dijo Ix Huul-K’in al ver que Ix Nikté se acercaba.
Apenas puso un pie sobre la plataforma, Ix-In’el-Tzic-Ha la atacó con tanta rabia que nadie dudó que iba a matarla.
―¡Maldita! ¿Tenías que seducirlo? ¡No se te puede confiar nada! ―se lamentaba abatida mientras sus hermanas la sujetaban.
―¡Quieta Ix Kawak! ―la reprendió Ix Sáasil, obligándola a postrarse frente a Ix Nikté para que se disculpara.
―Perdóname ―dijo Ix-In’el-Tzic-Ha sollozando, y agregó sin esconder su ira―: ¿Por qué lo hiciste? Tú sabías que él era mi amor y que venía por mí.
Ix Nikté miró la galería, al advertir que el cadáver aún permanecía sobre los peldaños, se sintió tan intolerablemente sucia que le dijo a la vestal.
―Permítame lavar mi cuerpo porque mis pétalos han perdido dignidad ―musitó Ix Nikté.
Ix Sáasil se sorprendió más por su manera de hablar sin rima, que por lo aberrante que resultaba la petición.
―Debes permanecer con las marcas durante tres días, que es el tiempo que dura una penitencia ―contestó impaciente.
Cara de Luna condujo a Ix Nikté a la choza de las Kaabyán para alejarla del trágico suceso. Dentro del caluroso recinto el día avanzó con lentitud, ocupadas en bordar un mantel concentradas en su quehacer, evitando hablar del difunto mientras las demás doncellas disponían del cadáver.
―Como la piedra que el agua toca es más dichosa que mi persona, quisiera ser una piedra y no la que al muerto evoca ― Ix Nikté dijo de improviso.
―Tú no puedes ni debes lavarte ―contestó Ich-Uh molesta, porque la penitente no era nadie para cuestionar un dogma inapelable.
―¿Por qué con una reverencia todas veneran mi apariencia? Si su pecado fue una caricia, el muerto celebra su buena suerte, pues ahora reclama esta injusticia, con dedos de sangre que son mi muerte.
Ich-Uh mostrándose impaciente, salió de la choza para ver si sus hermanas habían terminado de limpiar, momento que Ix Nikté aprovechó para hurtar una gran bola de jabón de coyol de corozo de palma y deslizarla hacia el exterior por debajo de un reborde del muro de mimbre.
Cuando Ich-Uh regresó a la choza, Ix Nikté la sorprendió dándole un tierno beso en los labios. La pequeña Cara de Luna abrió los ojos como dos grandes platos, tomó de la mano a Ix Nikté, y la llevó al área del estanque pensando que para un solo día había tenido suficiente.
Sobre la gran losa de piedra estaba la Chilám Ix Huul-K’in sentada en posición de loto con los ojos cerrados de cara a la caída del agua, ataviada con un fino lienzo blanco con fajilla verde, cintas de grecas negras con remates desiguales, y un hermoso tocado con plumas de Quetzal.
Al escuchar a las dos que se acercaban, Rayo de Sol interrumpió su meditación, descendió de la mesa, y recibió a Ix Nikté con la singular reverencia, rosando con las plumas de su tocado la cara y el vientre de la adulada. Ella, en lugar de sentirse enfadada o halagada por el gesto irrespetuoso, sintió envidia del hermoso atuendo.
―Quisiera lavarme el cuerpo, me siento tan incómoda ―insistió Ix Nikté admirando ansiosa la extraordinaria pulcritud de Ix Huul-K’in, y después miró anhelante la frescura del agua.
―Si te bañas ahora, la muerte del guerrero habrá sido en vano y no podrá ser tomada como un sacrificio, ¿no te lo dijeron? ―respondió Ix Huul-K’in sensata.
Pese a la seriedad en el rostro de quien tantos desdenes le había causado, Ix Nikté no quiso escucharla. Aunque sabía que los dogmas tenían cierta relevancia, se acercó a la orilla del estanque:
Pero Ich-Uh la detuvo.
―No, no hagas eso, no lo hagas.
―Déjala, ella debe actuar por propia convicción y respeto a nuestras creencias ¿A ti qué te pasa?, ¿desde cuándo eres tan linda? ―la reprendió Ix Huul-K’in.
―¿A mí…? Nada me pasa… ―contestó Ich-Uh ruborizada.
―¿Por qué nombran sacrificio a lo hecho por un asesino, si el hombre caído no tuvo oportunidad de elegir un mejor destino? ―inquirió Ix Nikté mostrándose confundida.
―Waxaak-Ts’aay hizo su elección cuando ingresó a un palacio que para él estaba prohibido. Como veo que tienes interés en el tema de “elegir” me agradaría mostrarte algo en el templo de Zak-ch’up ―le dijo Rayo de Sol al mismo tiempo que le hacía un gesto petulante a la pequeña Ich-Uhj para que desapareciera de su vista.
Al ver a Cara de Luna alejándose sin despedirse, Ix Nikté se sintió traicionada.
Ix Huul-K’in condujo a Ix Nikté por un pasillo hasta el templo donde la noche anterior había experimentado el alud de sentimientos encontrados. El recinto se veía diferente a la luz del día. En el interior, Ix Huul-K’in le ordenó que se sentara en el sitial que estaba en el centro del altar, tan estrecho que su cadera entraba justa.
―Ahora deberás elegir, debes pedir un deseo ―le dijo Ix Huul-K’in esbozando una sonrisa perversa que, pese a sus dudosas intenciones, tornó su rostro en la expresión facial más atractiva que Ix Nikté hubiera visto.
―¿Un deseo? ¿No comprendo?
―Pide lo que quieras, lo que más te agrade, tú eliges.
―A mí me gustaría, yo desearía… ―dijo Ix Nikté insegura porque solamente quería seguirle el juego, pues sabía que no debía fiarse de ella, nada le mostraba, nada le decía, no sabía qué esperar.
Ix-In’el-Tzic-Ha ingresó al recinto llevando en la mano una pequeña botella de cerámica. Estaba ataviada con un atuendo idéntico al de Ix Huul-K’in, y aunque lucía magnífica, sus ojos revelaban su tristeza.
Al verla entrar, Ix Nikté sintió un gran temor; quiso levantarse del sitial, pero Ix Huul-K’in la sujetó del hombro obligándola a permanecer donde estaba.
Cuando Agua de Lluvia vio que Ix Nikté ocupaba el sitial, salió por donde había entrado e hizo un ademán desde el pórtico como si estuviera llamando a alguien.
―Ojalá hallas deseado no ser una cobarde, se te concederá ese deseo, porque hoy conocerás al verdadero Yo’omtal-o’olal-Wochel-Ak’bal-nga, El Concebido por las Sombras del Infierno ―dijo Ix Huul-K’in esbozando esa sonrisa tan atractiva que tanta desconfianza le infundía.
Evidentemente se trata de otra estúpida broma, pensó Ix Nikté cerrando su puño, esta vez no permitiré que me humillen, las sorprenderé golpeándoles la cara hasta romper su nariz. Y ya estaba encontrando el ánimo para levantarse y hacer lo que pensaba, cuando entró por el pórtico un enorme jaguar negro con motas pardas que recorrió el perímetro olisqueando el lugar. Su brillante pelaje contrastaba de manera soberbia con la albura de los muros. Ix Nikté palideció experimentando una ansiedad tan grande, que su visión se tornó en un estrecho túnel donde únicamente podía ver al felino, mientras las dos perversas se emplazaban a uno y otro lado del sitial.
―Un animal tan fuerte y feroz no puede ser domesticado ―sollozó sin rima razonando en voz alta sin habérselo propuesto.
El felino se desplazó en línea recta hacia el sitial, y al hacerlo el obscuro pelambre destacó los poderosos músculos del macho adulto, en el instante que rompía el ámbito silente de aquel templo el eco trémulo de un alma suplicante.
―Ay no, por favor… Ay no…
Las dos pérfidas sonreían cruelmente arrebatadas por los gestos de cobardía de su prisionera, quien no paraba de mover los labios mirando aterrada a la bestia.
―Ay no, no, por favor…
―¿Todavía quieres librarte de la sangre, cobarde? ¿Aún quieres menospreciar el sacrificio de un valiente, Ix Ts’íiben Yol Nikté, ya puedes desmayarte ―gritó enérgica Ix-In’el-Tzic-Ha, y aproximándose al sitial vertió el contenido de la botella sobre el cabello y el rostro de la cautiva, hecho que de inmediato atrajo la atención de la bestia, pues aquél bálsamo era Esencia gatuna, Yelmal-miis.
Aunque Ix Nikté luchaba por infundirse valor, el estómago se le había contraído sin poder contener un súbito impulso por orinar. El peligro era tan inminente que los nervios la traicionaban, el temblor en su cuerpo se hacía más notorio mientras trataba de resolver el propósito de tan sardónica venganza, juzgando absurda cualquier posible solución.
Ix-In’el-Tzic-Ha le ordenó al jaguar:
―¡Ak’bal, limpia a la dama! Libérala de sus incomodidades, enséñale su verdadera esencia.
El imponente animal puso las patas delanteras a uno y otro lado del sitial, y empezó a lamerle el rostro a Ix Nikté con su áspera lengua llena de púas. Ella pareció enloquecer sin poder dar crédito a lo que le estaba sucediendo, sin discernir entre la agonía y el horror, aquello era un perpetuo deambular por el infierno. La rasposa lengua le lijaba la cara, los duros bigotes pinchaban sus pómulos, y aunque el felino usaba solamente la punta de la lengua para no pelarle el rostro, las lágrimas empezaron a surcar las mejillas de Ix Nikté.
Aquél sometimiento fue excesivo, el perturbador sentimiento de impotencia, de disipación del yo al oler la sangre del guerrero disuelta en la lengua del animal, hizo imaginar a la muchacha su trágico fin: “primero me destrozará la cara con sus largos colmillos, luego me arrancará la piel, perderé un ojo, un brazo, con suerte moriré, sólo espero que sea rápido. Si acaso el par de bribonas intenta detenerlo, también acabará con ellas”, pensaba Ix Nikté.
Además del miedo, surgía el enredo del amor que ayer había sentido por las doncellas, hoy transformado en un odio genuino. Todos esos sentimientos los había tenido en el templo de Zak-ch’up, pero era el miedo el que predominaba. “¡Quizá deba apelar a una potencia divina para sobrellevar esta confusión, y para que haga ver a estas dos insensatas que la sangre enloquece a las bestias!”
Caer en ese desdeñoso yugo provocó que se arrepintiera como nunca de haber confiado en Ix Huul-K’in, y aunque estaba indignada, también estaba sorprendida por su gran perspicacia para sacar provecho de sus debilidades: “estoy segura que esto fue idea de Ix-In’el-Tzic-Ha, por eso la odio como nunca he odiado a nadie, Ix Kawak siempre será mi enemiga”.
Cuando el felino le lamía la oreja, un brusco reflejo de pánico la hizo retirar el rostro, suscitando con ello que la bestia emitiera un rugido grave y ensordecedor. Con ese estruendo a Ix Nikté las emociones la abrumaron, se quedó pasmada sin fuerzas mirando inexpresiva al animal esperando lo peor. En un momento de gran tensión, las miradas se cruzaron, pero en vez de que la bestia la atacara, retomó su actividad lamiéndole el rostro y el cuello.
Entonces Ix Nikté dejó de temblar y cerró los ojos. Aunque deseaba salir corriendo, un indicio de esperanza fragmentó su reflexión, su insurrecta conciencia fue subyugada por la imperiosa necesidad de comprender, y en ese momento recordó que tenía un deseo. De manera inaudita la situación le pareció familiar, y los simbolismos empezaron a transitar su mente cual parejas de querubes exponiendo sus menoscabos: inseguridad y timidez, soberbia y mezquindad, rebeldía y sedición, ingratitud y dureza, inmadurez y odio. Para amar, primero debía amarse a sí misma. Quizá todavía estaba en un lóbrego agujero sin dirección ni sentido. Pese a todo, sabía que ese era un momento mágico en el que todo era posible.
―Deseo… deseo, ser libre… ―murmuró mientras el jaguar continuaba lamiéndole el rostro, y al decir esto dedujo la verdadera intención de lo que había pedido―. Tener un espíritu libre como el de un niño que goza cada día con la única voluntad de ser feliz. ¡Deseo ser libre, porque la libertad es mi deseo!
Después de esto ningún otro pensamiento anidó en su mente, movió la cabeza lánguidamente en respuesta al cosquilleo que le provocaba la áspera lengua de la bestia, y empezó a reír como una niña.
Las dos pérfidas se miraron complacidas, orgullosas de haber cumplido, porque Ix Nikté había aprendido muy bien aquella lección.