Todavía se alcanzaba a distinguir esa línea caprichosa que anuncia el final del día. El ocaso es mejor si se admira desde lo alto de una colosal geometría, más aún en noches sin luna como esa, y eran dos las siluetas, una junto a la otra, las sombras serenas que así lo apreciaban.
―Platícame de ti ―dijo cariñosamente Ix Makak’náb.
―Qué podría yo platicarte, si de mí todo lo sabes. El por qué aprender tu arte, y el lenguaje de las claves. La razón de mi destino, el final de mi camino, la razón de mí existencia, o si purgo una sentencia ―contestó Ix Nikté.
―La tarea encomendada a Ix Sáasil de enseñarte los complejos símbolos en clave, es porque un día tendrás la fortuna de visitar la Región del Primer Hombre Sol Yáax-Aj-K’in, lugar al que yo nunca iré ―repuso Ix Makak’náb―. En cuanto a saber todo de ti, ¿quién en su sano juicio puede decir que sabe algo de alguien, si nadie puede asegurar que sabe algo de sí mismo? Además no soy una Chilám para saber de destinos o sentencias. Mejor platícame del día que te encontró Pixán Balam.
Los únicos recuerdos que habitaban la mente de Ix Nikté, eran posteriores al día en que Espíritu de Jaguar la había encontrado desnuda en la selva, suceso por demás desagradable que pretendía olvidar porque parecía tan irreal, que cualquiera que escuchara su relato dudaría de su cordura. Pero como sabía que su interlocutora no le permitiría regresar al palacio sin antes haber escuchado alguna explicación, fingiéndose distraída y desanudando sus sandalias porque le agradaba sentir la brisa en los pies, dijo sincera:
―Yo de un sueño he despertado, pero si he de relatarte, antes quisiera aclararte, que si algo te platico y con gusto te lo explico, no es para que sea juzgado. Sólo debes meditarlo para así considerarlo, todavía no he recordado el total de mi pasado.
―Es verdad que el espíritu del tiempo Bolón Ochté (Nueve Zarigüeya) tiene muchos trucos, pero quizá al recordar tu pasado reciente puedas recordar todo tu pasado.
Ix Nikté miró el horizonte pensativa, como si en esa línea agonizante estuviera escrito el límite de sus recuerdos.
―El principio de mi historia es umbral de mi memoria, y aunque prefiero olvidar lo que ahora voy a relatar, fue un asfixiante despertar con la ansiedad por respirar. Recuerdo haber despertado después de haber transitado, desde una oscura irrealidad hasta esta extraña realidad. Pues consciente apreciaba que en la hierba yo yacía, y aunque viva me encontraba poco o nada distinguía. Un dolor que en mí crecía a mi vientre consumía, provocando que me arqueara, que me ahogara y me doblara, y hasta que un poco cedía, respirar me concedía. Cuando el dolor me abandonó mi padecer no terminó, porque algo en mí había que a mi juicio confundía. Aunque mucho me esforzaba poco o nada yo lograba distinguir entre contornos, escuchando en tenues tonos, unas voces que chillaban, y que mucho me agobiaban. Pues entonces no entendía que aquello que me aturdía, esos fieros alaridos eran sólo los aullidos, de unos monos que asustados exclamaban inquietados.
―Ellos son testigos de tu historia ―reflexionó Ix Makak’náb―. Pero dime, ¿por qué no podías escuchar?
―Si por algo no escuchaba por lo mismo me asfixiaba, algo espeso me envolvía y muy fuerte se adhería.
Ix Nikté interrumpió su relato para tomar aire, porque aquel recuerdo le suscitaba una desagradable sensación de ahogo.
―¿Pero qué era?
―Tú ya sabes, lo innombrable, lo que es tan desagradable.
―Ah, sí, sí, el feo olor, pero ¿qué cosa era?
Atenta al relato, Ix Makak’náb se imaginaba plasmándolo sobre una estela. En tanto la que hablaba tenía una expresión en el semblante que pudo ser más elocuente que su propio relato.
―Aquello que me impregnaba, ese hedor que sofocaba, era una cosa viscosa de textura pegajosa, que no hay nada en este mundo tan horrendo y nauseabundo, que ese lodo asqueroso tan grasoso y resbaloso, que sin saber de mucha ciencia debía ser su procedencia, el cadáver o el extracto de un animal putrefacto, que al querer eliminarlo sólo pude embadurnarlo. Porque débil como estaba poco era que conseguía, pues por más que me esmeraba esa grasa se adhería, y eso era que obstruía mi nariz y mis oídos, y a mis ojos los cubría alterando mis sentidos. Cuando pude incorporarme nada pude ya quitarme, y ese sebo repugnante mucho asco me causaba, porque yo no soportaba su aroma tan delirante. En cuanto a todo lo demás, tú sabes eso y mucho más.
El rostro impaciente cuyo embeleso ocultaba la negrura, no renunciaría al privilegio de escuchar toda la historia.
―No, continúa, quiero saber los detalles, aquello que yo no sé. Tal vez accidentalmente te golpeaste la cabeza, o quizá fuiste objeto de un ritual en el que te obligaron a beber un brebaje mágico para que olvidaras tu pasado, y después te untaron eso que no se puede mencionar para que te devorara una enorme bestia mítica.
―Como tu razonamiento yo he tenido más de un ciento, pero si uno fuera cierto peor sería mi desconcierto. Sólo sé que cuando duermo muy extraños sueños tengo, sueños que sólo en sueños los concibo y los entiendo, pero cuando yo despierto todo es irreal e incierto.
―Eso sí me gustaría saber, ¿cómo son tus sueños?
―¡Como todas las estrellas! ―respondió Ix Nikté señalando con las manos la inmensidad―. En mis sueños las estrellas, son los signos y designios que hay para cada hombre, se agrupan en cosas bellas, y tienen también un nombre, sin embargo están situadas como estando desplazadas.
―¿Los designios de los hombres? Se escucha razonable, aunque sé que no tienes el don para hablar con Noh-Yax-Chan (El Gran Dragón Celeste). Sólo que, ¿cómo puede ser que las estrellas se encuentren desplazadas? ―cuestionó Ix Makak’náb mirando el firmamento.
―En lugares diferentes con respecto a los presentes ―dijo Ix Nikté y meditó un largo rato su propia respuesta.
―Te quedaste en que estabas cubierta de eso que olía tan mal ―afablemente la animó a continuar Ix Makak’náb.
Ix Nikté reanudó su relato mirando la negrura.
―Con temor de desventura me interné en la espesura, cuya verde hermosura sólo aumentó mi tortura. Esperé que algo pasara, pero nada pasaba, esperé que alguien cruzara, pero nadie cruzaba, aquello que me seguía ya no lo distinguía, y si algo se acercaba quizá lo imaginaba. La calma fue agonía, la quietud fue inquietud, la fuerza fue flaqueza, y la espera lentitud.
―Tu historia es verdaderamente asombrosa, pero como resulta extraño que no puedas recordar el total de tu pasado, me gustaría regalarte algo para que nunca me olvides ―dijo Ix Makak’náb entusiasmada esbozando una gran sonrisa.
―¿Me obsequiarás un recuerdo? ―preguntó Ix Nikté ilusionada.
―Es algo que dibujaré justo en este lugar ―susurró Nácar Marina deslizando llanamente el tirante del vestido de Ix Nikté, dejándole la espalda al descubierto―. Ohm… Tu piel es tan delicada. Por eso, antes de continuar, dime si estás de acuerdo en lo que haré.
―Por supuesto, estoy de acuerdo.
―¿De verdad?, ¿estás segura?
Aunque Ix Nikté no tenía cabal idea de lo que Nácar Marina le estaba proponiendo, asintió inocentemente.
―Mañana será nuestro gran día, gracias ―celebró Ix Makak’náb. A continuación, descendieron de la pirámide en medio de una gran oscuridad y retornaron al palacio.
Al día siguiente, Ix Makak’náb esperaba frente a la habitación de Ix Nikté, cargando una canasta con fruta sobre la cabeza.
―Ven, sígueme ―le ordenó, conduciéndola al extremo sur del palacio.
Ingresaron a una cámara que tenía tragaluces y ventanas que proyectaban la luz del día iluminando el recinto, en cuyo centro había una cama de piedra apropiadamente acolchada con hojas de palma, hojas de plátano, y un par de lienzos de algodón, al lado de una pequeña mesa que ostentaba dos estiletes de jade, dos vasijas con pintura, y un mazo de goma.
―Éste lugar está dedicado al dios Ti, cuyo espíritu es cargador de la muerte. Aquí puedo realizar bien mi trabajo por su mucha luz, pero antes de empezar debo ofrecerlo a Zaac-ch’uup.
Ix Makak’náb se puso una máscara con pico de ave, sostuvo una pluma de guacamaya y un incensario, e inició una danza sensual sahumando el cuerpo de Ix Nikté, al mismo tiempo que lo acariciaba con la pluma cantando:
―…u-cu-chu poc-toc tzo-la-ca-men ch’up-ch’up kux-nga tzub-kaz Zaac-ch’uup um-la-um… (...fuego encendido será la carga de la mujer, según el orden de las cosas, y acrecentará el mal para la virgen del señor).
Dicho lo cual, lavó sus manos en un recipiente, le pidió a Ix Nikté que se recostara boca abajo, le limpió la espalda con bálsamo de coco y goma xnoh, dibujó un esbozo preciso con tinta negra, y empezó a punzarle la piel con el estilete de jade golpeándolo con el mazo de goma.
El insospechado dolor que superaba el encanto de saberse objeto del exquisito arte de Ix Makak’náb confundió enormemente a Ix Nikté, porque aquel privilegio resultaba ser tan tormentoso que no podía dejar de respingar.
―Hasta ahora te has portado bien, pero si quieres que termine hoy mismo deberás permanecer quieta ―exigió Ix Makak’náb.
―No es porque yo no quiera, es mi piel que no tolera.
―¿Tu piel?, tu piel eres tú. Pensé que nos amabas más ―le dijo con reproche porque su falta de tolerancia al dolor la hacía dudar de la veracidad del designio.
El trabajo avanzó con lentitud, pues Nácar Marina tenía que hacer largas pausas para dejar que se recuperara, por eso en vez de terminar en un par de horas, terminó hasta el anochecer.
―He concluido ―dijo mirando el rostro de Ix Nikté y buscando algunas lágrimas, pero sus ojos estaban secos.
―Dime qué es lo que has dibujado, describe lo que me has plasmado ―dijo Ix Nikté tratando inútilmente de ver el trabajo en su espalda.
―Te aseguro que es algo que supera la realidad, porque si el arte no superara la realidad, qué sería del arte. Créeme, va a ser una linda sorpresa para ti ―contestó Ix Makak’náb mientras le aplicaba en la laceración ungüento de coco y goma xnoh, y lo cubría con un emplasto de hojas de Iaxpalialché.
―¿Por qué nunca encuentro nada que refleje mi mirada? ―preguntó Ix Nikté de improviso pensando en algo que le permitiera ver el trabajo en su espalda.
Ix Makak’náb sonriendo, impregnó su pincel en el tintero, le pidió que extendiera su brazo, y empezó a dibujar una flor como la que tenía en su nariz.
―Tu rostro es una excelsa obra divina, igual que mi rostro y el de mis hermanas. Tu cuerpo es tan perfecto como el mío, y como el de todas las mujeres que habitan esta casa. Tu mirada es tan dulce, que no encuentro defecto alguno.
Deliberando en esta afirmación, Ix Nikté observó indiscreta el cuerpo de Ix Makak’náb para comprobar que si bien, no era tan bello como el de Ix Huul-K’in o el de Ix-In’el-Tzic-Ha, era bastante lindo, y aunque su rostro estaba lejos de ser tan divino como el de Ich-Uh, tenía un atractivo difícil de definir que incluso la convertía en la más bella. Quizá porque su belleza residía en su forma de ser, y no en cómo lucía. Pero como la respuesta ni siquiera se acercaba a lo que Ix Nikté esperaba escuchar, tuvo que plantear su pregunta de otra manera.
―¿Te gustaría ser mi propio ser, o siendo yo volver a nacer?
Al comprender que la cuestión obedecía a una necedad vanidosa, Ix Makak’náb esbozó una fea mueca, le pidió a Ix Nikté que se levantara, la miró de cabo a rabo de la misma indiscreta manera como ella la había mirado, y le dijo mostrándose aburrida:
―No, por supuesto que no me gustaría ser tu persona.
Ix Nikté esperó pacientemente alguna otra explicación, hasta que La Protectora del Arte finalmente le dijo:
―Porque si yo fuera tú, no me llamaría Ix Makak’náb-Aantah-Na-Yits’atil, tampoco podría lograr nada con mis manos, ni hacer lo que tanto me agrada, porque no poseería el valioso don de crear arte, no tendría este obstinado gusto por la belleza, ni la dicha de poder disfrutar de tu compañía en este instante, así como el privilegio de haber dibujado en tu espalda… un lindo Corazón Decorado.