(Incluye la canción “Flor Venenosa” de Gilberto Pluzarti)
I
En el principio de los tiempos, cuando la ceiba sagrada Yax-Che era el centro de los puntos cardinales y un ave grande y carnicera de nombre Kuch surcaba el cielo, el hijo del divino Mu Inatit, Karena Mesh Munnats, se ordenaba sacerdote Murúa con miras a gobernar la patria soberana de los Hijos del Sol en una ciudad de cristal en medio del océano de nombre Gandiamayandia, cuya actividad preponderante era la explotación del subsuelo rico en vetas de oro, piedras preciosas, y un inagotable yacimiento de gas natural.
Al mismo tiempo, en otro continente al Oriente, el rey Nohoch-U-Bakel (Cuerpo Grande) y la reina Ko’olel-Ya’abtal (La Dama Plétora) gobernaban el pueblo de los Itzáes en una monumental ciudad de piedra de nombre Ya’ab-kuniik (Lugar del Crecimiento Espiritual) que se alzaba majestuosa en medio de la selva.
Dos pueblos, dos ciudades, un ideal: vivir en armonía con el universo según el orden de las cosas.
II
En el umbral del alba el centinela P’ul-Wa-Chuk (Cazador Furioso) hacía su habitual ronda armado con una lanza y un escudo largo. Su labor no era tarea fácil, la ronda que diariamente iniciaba al amanecer, comprendía una vasta zona selvática que a esa hora inspiraba un temor reverente por la densa niebla que la cubría. Era en momentos como ése que agradecía al actual Nacóm o Capitán, haber conseguido que los ancianos enseñaran a los holkánes el arte de dialogar con el espíritu verde como parte fundamental de su entrenamiento básico, facultad que en aquella inclemencia era un prodigioso complemento para sus sentidos.
Ya eran cinco años, que en su condición de centinela, no había tenido necesidad de utilizar su destreza de guerrero, pero esa mañana percibió una diferencia en el lenguaje de la selva que lo puso alerta. ¿Acaso era el sosiego de la primera luz?, ¿una pausa en el repiqueteo del pájaro Ch’ojom, o en el reclamo de los Monos Aulladores Ba’ats’? Se detuvo para interpretar el sutil cambio mirando la bruma, los árboles y el suelo que pisaba, encontrando sobre la hierba un pequeño tesoro, un hongo rojo Chacha-Waay, uno de esos espíritus con sombrero que vinculan al hombre con el inframundo, siendo su deber y de todo centinela recolectarlo y entregarlo al brujo Bal-Jol, para que en los días aciagos sirva como vínculo de unión entre los hombres y los moradores del inframundo, aunque en ocasiones el pequeño portento se enfurecía y daba muerte a quien lo consumía. Abrió su talega de piel de venado, y se agachó para recoger el hongo justo en el instante que un golpe sordo impactaba su escudo; un dardo con punta negra y tres plumas lo hizo salvaguardarse nuevamente apenas a tiempo para sortear un segundo impacto que lo apremió a rodar bajo un arbolito Chii (Changunga) pequeño y torcido, pero suficientemente frondoso como para ocultarlo. Al ver que la espesa niebla se cerraba a lo alto, arrojó su lanza obedeciendo a su intuición, logrando herir al misterioso hostil en el hombro haciéndolo caer mientras otras agitaciones se movían entre las ramas, al parecer el enemigo no venía solo. El holkán se desplazó furtivamente al lugar donde había escuchado caer al hombre hallándolo sin sentido, lo arrastró debajo de otro arbolito Chii poco más frondoso que el primero, le ató las manos a la espalda, y esperó a que el espíritu verde le indicara el momento preciso para ir por refuerzos. Por la talega mal hecha donde llevaba los dardos, el burdo taparrabo y la pintura en el rostro, P’ul-Wa-Chuk tuvo el temor de que se tratara de un Xulub’aj-C’uukt (Demonio Espía) mensajero de los Kíinsah-k’aak’as-ba’al (Demonios Asesinos) indómitos invasores de poblados de quienes había oído hablar en las historias que su abuelo contaba, diciendo que podían transformarse en zopilotes Xek’otk’owach, en vampiros Kamalotz o jaguares Kotz’balam.
III
Ix Siinán (Armonía) saludó al nuevo día agradecida con la vida. Pese a que ese sería otro largo día en los baños de purificación, ella tenía una razón que motivaba su buen ánimo. El más apuesto de los soldados, Ox-Le’kih, no haría su habitual ronda, en vez de eso, ayudaría a los agricultores en la siembra de los campos para luego tomar un reconfortante baño de vapor donde ella trabajaba. Entonces, cuando todo estuviera listo y dispuesto, lo sorprendería untándole en su musculoso cuerpo de holkán sus más finas esencias de flores, porque él era el hombre a quién ella amaba.
Ix Siinán, dada su deslumbrante belleza, era la mejor candidata al sacrificio del Dios Agricultor Kaxix, pero su padre que no era Itzáe de sangre y no profesaba los dogmas de manera ortodoxa, logró salvarle la vida a Ix Siinán al conseguir que se convirtiera en esclava Kaabyán de La Casa Doble Signo del Sol, para que sirviera a las seis doncellas que ahí habitaban, oficio que la exoneraba del sacrificio. Después de algunos años al ser liberada, era Ix Siinán una muchacha madura, virgen y hermosa, particularidad que nuevamente la señalaba como elegida para hablar con el Gobernante del Sexto Cielo en el cenote sagrado. Esta vez salvó su vida su querida madre, quien con ruegos y súplicas consiguió que el cacique Waxak-Weech (Ocho Armadillo) nombrara a Ix Siinán la anfitriona de los baños de purificación, trabajo mundano que la eximía de cualquier otro sacrificio. Era su trabajo en los baños una labor colmada de tentaciones, aduladores regalos e ilícitos favores que poco a poco la convirtieron en una Káakbach (Meretriz), cuya ocasión de ser desposada se esfumó por la desleal indiscreción de sus muchos amantes.
IV
El guardián de la celda Lek’hoh (Mirada de Cuervo) despertó con el cuerpo de Ix Yúyum enlazado al suyo. En el surgir del nuevo día el rostro de su esposa lo saludaba con una bella sonrisa. Escuchando el tintineo de la lluvia, Lek’hoh pensaba que ese privilegio lo debía a la tregua de Huun-Lah-P’e (Dios Caudillo) al permanecer desalojada la celda del Templo del Esclavo que él presidía, porque desde que había sido nombrado guardián de la celda, pocas veces pasaba la noche al lado de Oropéndola, cuyos extraños mareos y dolores de cabeza lo preocupaban. Esa mañana, Ix Yúyum también pensaba acurrucad a en los brazos de Lek’hoh, razonando que el futuro de la pequeña Ich-Uh (Cara de Luna) no podía ser mejor. En dos años cumpliría los doce, y era tan linda que podría llegar a ser una de las elegidas para hablar con Kaxix en el fondo del cenote. Pero dos quizá eran demasiados años para ver realizado su ambicioso sueño, porque ella se sentía cada vez más mal.
V
El holkán Ox-Le’kih (Tres Pencas) despertó recordando que, él y su padre habían prometido ayudar a los agricultores en los campos de labranza, y en la recompensa que le esperaba después de la dura jornada, pues vería a su amada Ix Siinán. Cuando esto pensaba, el repiqueteo de la lluvia lo hizo internarse en otras cavilaciones que lo inquietaban. El Dios del Viento y de la Lluvia había sido compasivo con su pueblo, porque durante la quema de los campos el fuego se había salido de control, pero una oportuna lluvia había evitado que se propagara. Los agricultores consideraron el hecho como una buena señal, pero su padre Waxak-Kiiw (Ocho Agaves) había vaticinado otro presagio diciendo que aquello no podía tener nada de bueno, porque estaba escrito en el libro de los agoreros: «Cuando Kaxix captura el fuego con la lluvia, el dios se transforma en guerrero y hasta en la misma guerra”. Pero Ox-Le’kih tuvo que dejar de pensar. Ató a su cintura el signo de Ek-Ch’uuah (Tox como el Dios Negro de la Tormenta y el Comercio) que era un dije de obsidiana y perla que lo protegía del mal, y salió con su padre hacia los campos de labranza.
El día fue más arduo que lo esperado. Cuando regresaron después de haber cultivado la tierra con buena semilla, Ox-Le’kih estaba tan cansado que en vez de ir con Ix Siinán, se recostó en una hamaca que pendía de dos árboles de ciricote, y se quedó dormido.
―Es necesario localizarlo ―escuchó entre sueños.
―Estuvimos ayudando en la siembra y ahora debe estar donde Ix Siinán, ahí lo podrás encontrar.
―¿La prostituta de los baños de purificación? Ese testarudo nunca me escucha.
―El amor es sordo y completamente ciego ―replicó Waxak-Kiiw.
La potente vos no podía ser otra que la del Nacóm Nu-Balam-Chaknal, con quien había hecho un pacto de lealtad guerrero-hermano, jurando con sangre nunca abandonar al compañero en la batalla. Una vez hecho el juramento, se embriagaban con vino de raíz y miel, tanto Balché bendito como pudieran soportar hasta que se creaba un vínculo de amistad inquebrantable. En esa patética condición Ox-Le’kih le confesó que la mujer que él amaba era Ix Siinán. El Nacóm le contestó que su amor por Ix Siinán, era como el ancestral canto del Taita Zactenel, el anciano de la flauta blanca, cuya música bailaba una doncella evitando el golpe de las cañas que otras dos doncellas chocaban contra el piso y entre sí, en una danza llamada óok’ot-híim, y como ese era su consejo empezó a cantar:
“Aquella flor primorosa es la más venenosa, la que ha hecho a tantos sufrir, amigo, aléjate de su lado, porque enamorado no quisiera verte morir, porque el amor que sí vale la pena es aquél que te acompaña en todas tus penas, que sufre si tú sufres, que ríe si ríes y que se enamora porque tú le importas. Es la canción que enaltece y también enternece el alma y que te da calma, es la virtud que te llena de paz y quietud. Busca el capullo de una rosa y una orquídea que no sea vanidosa, la azucena color violeta o el jazmín de un alcatraz. Ama a una dalia con piel de hortensia o a una begonia blanca cual gardenia, o un crisantemo con pensamiento de clavel o tulipán, de clavel o tulipán”.
Ox-Le’kih espabilándose entró a la choza:
―Padre, aún no voy con mi querida obsesión, descansaba aquí mismo― le informó, y dirigiéndose al capitán Nu-Balam-Chaknal dijo con respeto―: a tus órdenes estoy Noh-Nacóm, ¿a qué debemos el honor de tu presencia?
―Esta mañana el centinela P’ul-Wa-Chuk capturó un espía viajero y es imperativo atajar a sus compañeros ―respondió el Nacóm.
―¿Alguien más vendrá con nosotros? ―preguntó Ox-Le’kih mientras se ponía el peto en el pecho.
―Cuatro holkánes nos acompañarán.
Ox-Le’kih pensó que el Nacóm exageraba.
―Noh-Nacóm, ¿acaso combatiremos un ejército?, ¿es posible que tantos espías viajeros pasaran inadvertidos entre los pueblos del norte?
―No sabemos cuántos eran, y al parecer no provienen del norte.
―¿Del Sur? ―inquirió Ox-Le’kih extrañado tomando su arco, sus flechas y un cuchillo largo.
VI
En el Templo del Esclavo los recibieron cuatro holkánes listos para la guerra, dos de ellos con perros rastreadores. El P’entak Na-k’uh era una crujía con una sola celda, dentro de la cual había un prisionero agazapado.
―¿Conocen el origen del prisionero? ―preguntó el Nacóm.
―No mi señor, este demonio que parece venir de la misma oscuridad, no habla un lenguaje conocido ―contestó el guardián de la celda Lek’hoh.
―¿Pidieron la ayuda de un intérprete?
―Trajimos a la intérprete, todo hemos intentado, todo mi Nacóm ―dijo señalando el fondo del recinto.
El Nacóm encandilado apenas podía ver entre la penumbra.
―Acaso es…
―Ix Kóot-O’olki-K’u’uk’umel (Águila Suave Plumaje) ―dijo el guardián de la celda, orgulloso de contar con la mejor intérprete del palacio.
―¿Por qué una vestal guerrera está tan asustada? ―preguntó el Nacóm dirigiéndose a la muchacha.
Pero antes de que pudiera contestar, el guardián de la celda intercedió.
―El prisionero le arrancó su brazalete.
―¿Y ustedes donde estaban? ―indagó furioso reprendiendo a los holkánes.
―Me pidió que la dejara sola con el prisionero ―se disculpó Lek’hoh.
―Debió acercársele mucho ―razonó Keh-Péekla’an.
―El primitivo actuó demasiado rápido ―opinó K’ik’binkan.
―Creímos que estaba atado ―alegó Pech’Pe’echak.
―No escuchamos nada ―evidenció Aj-muuk’náal.
―Muéstrame tu brazo ―le ordenó el Capitán a la joven intérprete.
Tímidamente Ix Kóot mostró un brazo más dañado de lo que ninguno hubiera imaginado.
―¡Ése maldito! ―rugió el Nacóm pensando en un castigo lento y doloroso―. ¿Cómo pudieron permitirlo?
Los holkánes estaban sorprendidos. Ella les devolvió una mirada entre apenada y enfurecida.
―No estoy asustada ―expresó con valentía.
―Entonces di lo que sabes ―le ordenó el Nacóm.
―Sé que el prisionero procede del Sur, por los signos grabados en sus brazos. Sé que es de origen primitivo, porque no entiende ni la más antigua lengua conocida, sé que proviene de una raza de saqueadores esclavizadores ―dijo entregándole un hacha tallada con finos grabados en el mango―. Esta hacha fue tallada por un noble artesano que fue esclavizado, porque son símbolos incomprensibles para pueblos primitivos, pero advierten del peligro a los pueblos civilizados evocando a Yum-Tzek como una amenaza de muerte, y a Bolón Yocté como el que viene muchas veces y regresa a ocupar las tierras conquistadas.
―Significa que la amenaza regresará con un ejército, a menos que atajemos a sus espías viajeros ―concluyó el Nacóm recordando el proceder de algunos roedores. ―¿Tienes idea de cuántos eran? ―le preguntó al centinela P’ul-Wa-Chuk.
―La niebla estaba muy espesa, pero el espíritu de la selva manifestó que debían ser alrededor de cinco los que transitaban entre los árboles.
―¡Debe ser la respuesta a la amenaza del Dios Guerrero! ―aseveró Ox-Le’kih de improviso, recordando lo que su padre había vaticinado hacía unos días. Pero su comentario no fue bien recibido entre los holkánes, porque el ánimo para hablar de mitos no estaba presente.
El guardián Lek’hoh entró a la celda con un lazo para sujetar al cautivo, pero apenas hubo ingresado, el primitivo se le fue encima cortándole el cuello con un bisturí de obsidiana que había mantenido oculto. Keh-Péekla’an actuó con presteza atravesándole el cráneo al feroz prisionero con una certera flecha, no obstante el holkán caído ya no respiraba.
―¡Está muerto! ―dijo Ox-Le’kih―. ¿Ahora escucharán?, ¿ahora me creerán?, ¡lo mató frente a seis holkánes!
Pech’Pe’echak y K’ik’binkan salieron a callar a los perros. Los demás holkánes miraban la escena desalentados porque sabían que tarde o temprano tendrían que enfrentar aquel deshonor.
La brutal hostilidad apremió a los valientes a salir de inmediato dejando atrás dos cadáveres en un charco de sangre, y a la vestal intérprete Ix Kóot llorando de espanto, con la responsabilidad y el deber de informar al consejo tribal cuanto había ocurrido, y la penosa carga de darle a Ix Yúyum la mala noticia del deceso de su esposo.
El centinela P’ul-Wa-Chuk condujo a los seis holkánes al lugar donde había encontrado al intruso. Fue ahí donde los perros enloquecieron señalando las copas de los árboles, dónde los holkánes los soltaron y corrieron tras de ellos dirigiéndose hacia el sur.
VII
Ox-Le’kih no había conocido el terror hasta que inició aquella infame jornada. Setenta y tres días habían transcurrido desde que soltaran a los perros con la certeza de que el selecto grupo de holkánes retornaría victorioso con la cabeza de las víctimas, pero eso era sólo un recuerdo distante, ahora estaba herido y sangraba soportando el ataque de las hormigas y otros insectos con tal de sobrellevar la tortuosa agonía de un miedo angustioso.
―Es la incertidumbre la que me está matando ―murmuraba Ox-Le’kih oculto en el tronco podrido de una enorme ceiba amarilla Kan-Che (Árbol Pochote).
―No soy un cobarde, no lo soy… ―se decía delirante recordando haber quebrantado su pacto guerrero-hermano.
Aunque no quería pensar, el delirio lo hacía alucinar con la imagen espectral de Ix Siinán.
―Ox-Le’kih tú eres el mejor de los holkánes, no hay otro soldado mejor que tú entre los Itzáes, dime entonces, ¿por qué te escondes? ―preguntó el espectro de Ix Siinán.
―No me escondo, descanso… ―respondió Ox-Le’kih.
―Veo que estás temblando, ¿acaso tienes miedo?
―No tengo miedo Ix Siinán, si tiemblo es por el frío.
―¿Qué no es ésta la sangre de Nu-Balam-Chaknal?
―Sí, porque mi sangre es la sangre de mi hermano.
―Debes salir cuanto antes de ese agujero, recupera tu dignidad.
―Mi cuerpo no obedece, tampoco mi voluntad.
―Tus hermanos murieron porque permitieron que sus pensamientos se torcieran, por eso su espíritu fue mutilado.
―Tú lo sabes, tú también lo viste. Todo empezó cuando la mirada del holkán Pech’Pe’echak se tornó gris, ni los doce anillos tatuados en sus dedos que evocaban a los doce guerreros muertos por su lanza, pudieron evitar que su fiel perro Ochel, apareciera descarnado vivo en el camino; el perro permanecía inmóvil mirando conmocionado su propia piel colgando de una rama en una pieza, se la habían arrancado desde la cola hasta el hocico con gran crueldad al ser presa del influjo paralizante de algún veneno.
―¿Y las trampas? ¿Acaso no son los Itzáes los mejores tramperos? ―preguntó la imagen espectral de Ix Siinán.
―El furor de la venganza bullía en los corazones cuando ellos se dejaron ver. Mánsbaj empezó a ladrar, el holkán K’ik’binkan lo soltó cegado por la ira. Hasta entonces supimos que eran sólo dos los perseguidos. Llovía, la lluvia alteró el paisaje haciéndolo confuso. Hombre y bestia estaban dando alcance a los demonios, pero las certeras flechas del holkán eran siempre esquivadas. K’ik’binkan no se percató que transitaba por el mismo sendero ondulante donde habíamos dispuesto una trampa. Le grité, le dije que se detuviera pero no me escuchó, siguió corriendo furioso hasta que la estaca se disparó atravesándole el pecho.
― Permitiste que el dolor te invalidara.
―La ira cegó nuestros corazones. Los demonios aparecían y desaparecían a voluntad, y aunque nosotros éramos los más valientes holkánes hábiles maestros de la guerra, ellos se fundían en las entrañas de la verde voluptuosa aferrándose a su seno con tan insólita perseverancia que sus moradores los asumían como parte del paisaje.
―Fuiste tú quien dejó morir al holkán Pech’Pe’echak.
―No fui yo, fue la falta de esperanza.
―¡Tú lo dejaste morir! ―insistió el espectro.
― El cansancio provocó que se rezagara apartándose del grupo. Sus restos los hallamos entre un montón de piedras y carne putrefacta. Así lo dejaron los demonios para someter nuestras almas y llenarnos de espanto.
―Mira, llueve, debes salir de ese agujero ―lo apremió el espectro de Ix Siinán.
―No es suficiente esta lluvia, no es suficiente.
―Nadie te creerá cuando confieses la muerte del caudillo Aj-muuk’náal.
―Cuando el agotamiento y el fracaso se adueñaron de cada mirada, el Nacóm decidió que sería mejor pasar la noche en el denso follaje y no en la incomodidad de los árboles. Para asumir ese riesgo, Nu-Balam-Chaknal emplazó al caudillo para que velara nuestro sueño. No supimos más de él hasta que encontramos su cabeza decapitada sobre una brecha.
―Ves eso que se mueve, tómalo, es tu regalo ―lo persuadió la imagen espectral de Ix Siinán.
―¿Mi regalo? ¿Qué es este regalo? ―inquirió Ox-Le’kih.
―Es el espíritu que te permitirá volver a ver.
―¿Qué es lo que necesito ver?, no estoy ciego.
Al querer sujetar el obsequio, éste parecía escapar de sus manos. Fue entonces que el chapat (ciempiés escolopendra) hundió sus dos aguijones en su mano haciéndolo sentir un dolor insoportable. Al querer quitarse el animal con la otra mano, también ésta fue castigada con el mismo punzante tormento, dolor que lo hizo regresar de su delirio permitiéndole ver con claridad el lugar donde se encontraba.
La figura espectral de Ix Siinán se desvaneció, y el eco de su voz se escuchó cada vez más lejos:
―Llueve fuerte, ahora podrás salir… salir… salir…
El guerrero dejó su improvisada guarida caminando con torpeza, pues mucha era la sangre que había perdido. Se desplazó bajo la lluvia blandiendo su cuchillo, pasándolo de una mano a la otra evadiendo el dolor de la picadura, mirando asustado las copas de los árboles aunque las gotas herían sus pupilas. La lluvia se convirtió en torrente, el lodo hizo penoso su lento avance, y el cuchillo resbaló de sus manos.
―¡Ix Siinán, perdí mi cuchillo! La selva me lo arrebató de estas manos que no sirven más que para sentir dolor.
Al resbalar por un declive tuvo que luchar entre el lodo para no morir ahogado.
―¿Dónde estás?, ¿adónde te has ido Ix Siinán? ―le preguntaba a la lluvia y al torrente.
Cuando el temporal amainó la vista se le empezó a nublar. Consciente de que había estado alucinando y que la dulce voz de su amada lo había mantenido vivo, maldecía al chapat por su doloroso obsequio porque sabía que estaba demasiado débil para continuar, y la esperanza de volver a verla se desvanecía.
―El cansancio mató al holkán Keh-Péekla’an ―le confesó a la madre selva―. Estábamos en lo alto de una gran ceiba sintiéndonos seguros cuando Keh-Péekla’an me miró. En sus ojos pude ver la sombra de la muerte. Lo abracé para que no cayera. Había un dardo con punta negra en su espalda. Él amaneció muerto, yo completamente exhausto. Nuevamente los demonios nos habían sometido.
El esfuerzo por dar un simple paso era una gran agonía, ya no caminaba, se arrastraba, la muerte lo asechaba.
―Perdóname guerrero hermano, perdóname mi Nacóm.
Tendido boca arriba, consumido por el cansancio, murmuró a la selva su última confesión.
―Nu-Balam-Chaknal se preguntaba desalentado por el atributo inexplicable que le permitía a nuestros enemigos evadir nuestras flechas, así como desaparecer cambiando de forma hasta convertirse en Zirandas de tortuosas ramas. La noche que esto me decía fue la misma que nos emboscaron: un demonio sanguinario atacó a mi Nacóm, el otro hundió su cuchillo en mi costado pero mi capitán me defendió, y mientras luchaba contra los dos, el Nacóm gritó: ¡Huye Ox-Le’kih, advierte a nuestro pueblo de la terrible amenaza! Por eso me alejé en la oscuridad abandonando a mi hermano, corriendo asustado hasta que caí en una zanja donde perdí el conocimiento. Cuando desperté era de día, la boca me sabía a sangre. Recordé mi cobardía, lamenté mi miseria y el profundo dolor de haber consentido que el miedo me dominara, era más fácil morir ahí mismo. Las palabras de Nu-Balam-Chaknal anegaban mi pensamiento, eran mi misión, mi objetivo, mi perdición, pero también la esperanza que daba sentido a mi existencia y al sacrificio de mis hermanos. Por eso debo encontrar el Sakbé que me llevará con mi gente, con mi amada Ix Siinán, ese Camino Blanco que me permitirá llegar a mi pueblo para prevenirlos del mortal peligro que nos acecha, porque dos fueron los moradores de las tinieblas que nos vencieron, y dos fueron demasiado para seis de los mejores guerreros Itzáes.
Antes del mediodía advirtió que la tierra era blanca. ¡Éste debe ser mi Sakbé!, pensó, pero estaba tan débil que no supo más de sí.
El Sol estaba alto cuando recobró el sentido, el dolor en las piernas era insoportable. Giró la cabeza para ver la extensa longitud del camino, pero algunas aves carniceras se habían aventurado a desgarrarle la carne, otras más amenazaban con arrancarle los ojos. Quiso azuzarlas arrojándoles puñados de polvo, pero éste penetró en sus heridas provocándole un dolor tan intenso que nuevamente perdió el sentido.
―¡Debe estar muerto! ―alguien dijo.
―Aún respira ―observó otro.
―Démosle un poco de agua ―terció otro más.
Un hombre desconocido le dio un poco de agua:
―¿Quién eres? ¿De dónde vienes valiente guerrero?
―Ix Siinán… Ix Siinán… ―susurró moribundo.
―Nosotros somos mercaderes, nos dirigimos al Sur.
―No, al Sur no vayan ―balbuceó débilmente.
―Deseas decirnos algo, ¿quién es Ix Siinán?
―Dile que la amo ―le confesó al extraño poniendo su débil mano sobre el dije que llevaba en la cintura―. Dile que mi mayor deseo es casarme con ella, que el Nacóm y los holkánes todos están muertos, que abandone la ciudad. Dile que huya… por la amenaza…
Pero no pudo continuar, porque la sangre en sus venas era tan poca que murió en los brazos del mercader.
El mercader tomó el dije de la cintura del guerrero y lo colgó en su cuello. Afectado por el deceso, le preguntó a los dos que lo acompañaban.
―¿Alguien conoce el origen de este hombre?
Pero en vez de una respuesta, uno de los mercaderes que estaba temeroso los apremió a dejar aquel peligroso lugar.
Los peregrinos abandonaron el cuerpo dejándolo a un lado del camino sin darle sepultura, permitiendo que las aves carniceras terminaran lo que habían empezado.