El joven Espíritu de Jaguar corrió hacia el poniente por un camino blanco, y se desvió por un recóndito sendero oculto entre la espesura.
Poco antes del ocaso, reconoció los majestuosos brazos de la Ceiba Negra del Poniente donde pasaría la noche, extendidos al cielo en una eterna alabanza al Dios del Sol K’inbenzilan, con sus tres gruesas ramas horizontales injertadas desde tiernas por manos expertas y ancestrales para que engrosaran en lo alto como una plataforma viviente.
Poniendo la mano derecha sobre el tronco del colosal árbol, inclinó la cabeza con devoción.
―Ek-Imix-Che permíteme descansar al amparo de tus ramas para que tu noble espíritu me proteja, me llene de fuerza y me dé sabiduría para llevar a cabo la tarea que se me ha encomendado. Yo en cambio te ofrezco librarte de la mala hierba que mi débil humanidad pueda alcanzar.
Subió por las lianas a la enorme ceiba, pero la plataforma superior la halló habitada por una familia de monos Max que saltaron asustados al árbol contiguo que era un Pichi’che, del que le arrojaron guayabas para ahuyentarlo, hecho que Pixán Balam aprovechó atrapando algunos frutos en el aire, pudiendo comer abundantemente agradecido con Yum-Viil por su generosa provisión. Después de retirar la mala hierba de las ramas, humeó el musgo con una fogata para librarse de las alimañas indeseables, dispuso el lecho, y elevó una oración al Dios Supremo Hunab-Kú. Los monos al ver el humo terminaron por desistir. Pixán Balam sacó de su talega una pipa que retacó con hongos negros, la encendió con una pequeña braza, y fumó pausadamente recostado sobre el musgo. Al cerrar los ojos, las cientos de imágenes que ocupaban sus pensamientos, fueron desapareciendo paulatinamente dando paso a una inefable paz interior que le permitió ser uno con la madre selva.
Despertó al alba agradecido con el espíritu del árbol recordando el sueño que el humo sagrado le había inducido: estaba en un campo repleto de flores, pero al querer recolectarlas, los tallos de las flores soltaban una baba venenosa que escurría por su piel quemándola como la cera caliente. Entendió que era una señal del escaso tiempo que quedaba. Descendió del árbol, y retomó su camino con paso raudo, deteniéndose a cortar una que otra flor de aspecto peculiar o que juzgaba peligrosa.
Cuando el sol alcanzó su punto más alto, Pixán Balam trepó a un promontorio desde donde pudo ver la inmensidad de la verde epicúrea vestida con todos los verdes. Auras negras Ek-Ch’ojom (Zopilotes) volaban en círculos sobre un grupo de árboles que estaban siendo sacudidos por el inquieto transitar de los monos. La clara señal lo hizo descender y correr hacia ese punto, pero la selva se volvió tan impenetrable y negra, que sólo pudo orientarse por el clamor de los monos, mismo que repentinamente se tornó en un silencio sepulcral.
Abriéndose paso entre los filosos tallos que laceraban su piel, pudo llegar hasta un claro donde había un frondoso árbol Chak-Sabak-Nikté (Flor de Mayo) repleto de coloridas flores, debajo del cual había un rastro grasoso y pestilente que no le fue difícil seguir hasta la margen de un río, y después hasta un estrecho sendero donde pudo observar una silueta que se perdía entre los árboles. Valiéndose de su particular sigilo felino, se aproximó al colosal árbol Pacuy donde se escondía su presa, y la acorraló aprisionándola entre los gomosos contrafuertes. El penetrante hedor demandaba hacer una urgente evaluación de lo que había atrapado: era una mujer joven de exquisitas proporciones impregnada de una sustancia pardusca que parecía el sebo descompuesto de un animal muerto. La piel la hubiera juzgado hermosa, pero lucía feas costras sanguinolentas, al igual que el grasiento cabello de color azabache que caía generoso cubriéndole la faz. Entonces no tuvo duda que había atrapado una Waay-Kimi-Cheh-Bak (Bruja Muerta Descarnada).
―¿Quién eres? ¿Por qué estas desnuda? ¿Por qué hueles tan mal? ¿Acaso eres una hechicera? ―preguntó sin dejar de aprisionarla. Obteniendo por respuesta un jadeo agitado y un débil intento por soltarse, pues era una mujer frágil.
Obligándola a girar, el guerrero quiso mirarle el rostro oculto tras la masa pegajosa de cabello. Como si se tratara de un animal ponzoñoso, Pixán Balam desenfundó su cuchillo, y con la punta deslizó una porción del cabello, pero no bien lo había hecho, descubrió en la nariz de la bruja tres pecas que formaban una flor de tres pétalos. Siendo tanta la sorpresa de ver la flor en un lugar tan inesperado, que el guerrero soltó su cuchillo asustado.
―¡Yek’el-Bibilki-Lool! (¡Inmunda flor venenosa!) ―dijo liberándola involuntariamente.
Pero la joven en vez de huir, permaneció de cara a los contrafuertes del árbol con inocente pudor.
Si ésta bruja representa la flor peligrosa del designio, la grasa que la cubre debe ser venenosa, y si muero la suerte de mi pueblo no podrá ser más sombría. Pensó afligido, porque sus manos y su pecho estaban impregnados con el maloliente sebo.
Divagó en el apremiante dilema de matar a la bruja, pero al verla tan asustada revaloró sus opciones. Observó las costras putrefactas con mayor atención, y reparó en que no eran llagas supurantes, sino que parecían estar adheridas a su piel produciendo un inquietante contraste entre lo hermoso y lo grotesco: si la podredumbre no daña a ésta débil mujer, tampoco a mí me dañará ―pensó, pero mientras cavilaba en esta perspectiva, se sorprendió a sí mismo admirando la lisura de sus muslos y hermosas pantorrillas. Entonces un hervor en la sangre le reveló la verdadera naturaleza de aquel ser. Cientos de pensamientos tan inmundos como la grasa que anegaba a la bruja poblaron la mente del guerrero. Pero en lugar de dejarse llevar por aquella oleada de bajas pasiones, cerró los ojos, respiró profundo, y confió la respuesta al Dios Creador. Así, recordó el precepto del designio que exigía mantener pura la pureza y no desear agradecido con Hunab-Kú por haberlo iluminado.
Como medida precautoria para evitar verle el rostro a la bruja porque intuía que podría hechizarlo, vació la talega que llevaba en el pecho dejando en el suelo los hongos negros, la pipa, los dos pedernales y algunas coloridas flores. La perforó cortando un agujero del tamaño de una nuez, y cubrió con ella la cabeza de la bruja asegurándola con un nudo alrededor de su cuello. Con su cuerda de cazador le amarró las manos dejando un cabo largo para llevarla como prisionera, y con su tilma de piel de jaguar cubrió las finas caderas procurando no inquietarse demasiado con la espectacular belleza de su vientre.
―Yo soy Pixán Balam, tú te llamarás Ix Nikté (Flor de Mayo).
La nombró de esta manera por el árbol de flores donde había encontrado su rastro, por las pecas en su nariz, y porque la había encontrado desnuda.
―Parece que no entiendes… lo que yo te digo… Tú, deberás seguirme… si quieres conservar… tu vida ―le decía haciendo curiosos ademanes.
Esa noche avanzaron con lentitud bajo la luz plateada del onceavo cielo, debido a que los pies de la joven salvaje no estaban acostumbrados a andar entre la maleza. A la mañana del día siguiente, ella se veía más sucia que el día anterior, los mosquitos se habían adherido al espeso cebo de su piel y el hedor era insoportable. Cuando transitaban por un blanco Sakbé, fueron apareciendo a uno y otro lado del camino chozas erigidas sobre plataformas con coloridos estucados, desplegándose frente a ellos una monumental ciudad de piedra a la que ingresaron por una calzada que los condujo hasta un palacio de nombre Áayinkan-Na (Casa de Lagartos y Serpientes) con la fachada decorada con estucados de reptiles, cuyo acceso era una galería con muros adosados con relieves de hazañas de guerreros que terminaba en un atrio y tres habitaciones comunicadas entre sí. Luego de ingresar a la habitación de mayor tamaño, Pixán Balam emplazó a la prisionera sobre un Pedestal de Granito Negro, tallado con relieves de elementos de nódulos de copal y diademas Pom, tomó un H’el-Xuul-Hub o Cuerno Sagrado de Caracol, salió al atrio para emitir un potente tono grave, y regresó al centro del recinto donde permaneció inmóvil dándole la espalda a la prisionera.
Una grácil doncella entró apresurada por la puerta sur, y se postró con respeto frente al guerrero. Una segunda doncella no menos grácil que la primera, ingresó desde el atrio para prodigarle el mismo vistoso saludo. Así fueron ingresando seis doncellas que habían acudido al llamado del cuerno, todas vestidas con atuendos similares: en el pecho, un peto de piel blanca con cenefas de brillo áureo y plumas de quetzal, falda plana y corta rematada con delgadas tablillas de alabastro, en la cintura un grueso lazo trenzado con dos colgaduras desiguales, oro y jade adornaban sus orejas y sus brazos, un tocado de plumas tornasoladas ceñía en ramillete su cabello trenzado en curiosos rollos, y calzaban sandalias de piel con una flor en los tobillos.
Entre el dintel y las jambas se delineó la real figura. Nohoch-U-Bakel entró al recinto sin gentileza pasando de largo la rígida postura de Pixán Balam, ignorando también a las seis doncellas que lo saludaban con una vistosa reverencia, pues su atención había sido robada por la singular figura del pedestal. Tan embelesado estaba admirando las perfectas proporciones de la encapuchada, que de momento pasó por alto los feos colgajos de la piel, sin poder relacionar el fétido aroma con la increíble belleza. El monarca pensó: seguramente esto es un grave error, quien quiera que sea esta encapuchada es demasiado débil para acabar con cualquier amenaza.
―Por la fragilidad de la belleza que admiro, y el fétido aroma que ahora percibo, veo que han encontrado la peligrosa flor que acabará con la supuesta amenaza ―censuró con sarcasmo.
Las doncellas rieron, pero el joven guerrero se mantuvo firme diciendo con aplomo:
―¡Ix Nikté es su nombre!
Al escuchar aquél nombre, el rey escéptico, en vez de acatar con fe el designio profesó una mayor desconfianza.
―¿Tienes prueba de lo que afirmas? ―preguntó nervioso.
―Una flor está dibujada en su nariz.
El monarca lleno de perversidad todavía abrigaba la esperanza de que aquél prodigio pudiera llegar a ser su esclava. Caminó alrededor del podio mirando con detenimiento las costras adheridas a la fina piel, examinó el cebo apestoso ennegrecido por los enjambres de moscos, observó el cabello largo y grasiento que sobresalía de la capucha, aquellos brazos tan sucios, tan delgados, tan femeninos, tan bellos…
―Es preciso que le vea el rostro ―le ordenó a las doncellas. Si el designio era una farsa, pronto tendría la oportunidad de conducir a la prisionera al Templo del Esclavo para “interrogarla personalmente”.
La Chilám subió al pedestal para desanudar la cuerda que sujetaba la capucha, pero los nudos resbalaban de sus dedos. Impaciente, el monarca quiso decirle que se apresurara, que cortara el lazo con un cuchillo, pro entonces recordó el atributo del designio de la estrella que prohibía desear. Con gran vergüenza se percató de su proceder, apretó los dientes, dio media vuelta, y se situó al lado de Pixán Balam, hombro con hombro mirando hacia el atrio, asombrado por el acierto del anciano al haber elegido a un guerrero con una integridad inquebrantable. Con un ademán, se dirigió a las seis sacerdotisas indicándoles que se situaran frente a él.
―Ix Nikté es su nombre ―proclamó el rey con voz trémula y el semblante sonrojado por la vergüenza― ella vivirá donde ustedes para que no se profane el designio de la estrella que reza: La flor peligrosa que se cultiva con amor, la vida dará por amor si no es deseada, y con su sabia virtud dará larga vida a nuestros padres.
Acto seguido el monarca y el guerrero salieron del recinto apresurados sin despedirse de las doncellas. Ix Huul-K’in subió al pedestal para reanudar su quehacer en los resbaladizos nudos, pero sus hermanas la rodearon exigiendo una explicación.
Después que la Chilám comunicara lo que el Gran Dragón Celeste le había manifestado, las sacerdotisas se pusieron de acuerdo en lo qué harían: cuatro de ellas salieron por la puerta Sur, y sólo Ix Huul-K’in y la sacerdotisa Ix-In’el-Tzic-Ha (Agua de Lluvia) a quien todas llamaban cariñosamente Ix Kawak, se quedaron a custodiar a la prisionera.
A prudente distancia respirando aire fresco junto a las jambas de la puerta, Ix-In’el-Tzic-Ha esperaba impaciente a que Ix Huul-K’in terminara de desanudar la capucha de la prisionera, mientras mascullaba comentarios ariscos como: Ye-cham-ek ah’kaz-ac (La que amenaza de muerte y hace el mal) y chacmitan-choc (la gran podredumbre).
Cuando finalmente pudo liberar la capucha, Ix Huul-K’in la arrancó sin respeto de la cabeza de la salvaje, y uno que otro gordo gusano cayó al piso, pero en vez de un rostro, halló una maraña de cabello mesclada con negras esporas adheridas a un sebo lodoso. Sin más, se puso a trabajar en el nudo que aprisionaba las manos.
Al advertir que la prisionera había sido despojada de su apestosa máscara, Ix-In’el-Tzic-Ha tuvo la curiosidad de ver de cerca a la recién llegada. Aproximándose al pedestal, miró con aversión la sucia maraña de cabello luciendo esos repugnantes gusanos blancos que se revolvían.
―Así que tú eres la flor peligrosa que debemos alimentar con amor, pues más bien pareces la reina de las moscas ―dijo con gran desprecio.
Después de pisar algunos gusanos con un ademán petulante, como si éstos fueran engendros de la joven salvaje, subió al pedestal.
―No creas que seremos tus esclavas, nada de eso, ¡todo lo contrario! Estarás con nosotras sólo el tiempo suficiente para que aprendas la difícil escritura en clave que utilizan nuestros ancestros. Espero que sea muy pronto y tengas cabeza para entender esos complicados símbolos, porque no queremos que permanezcas más tiempo del necesario. Y quiero que sepas que no seremos tus amigas porque ya sabemos quién eres ―dijo luciendo una indiscreta expresión de asco, al mismo tiempo que retiraba con tan sólo el pulgar y el índice el sucio cabello del rostro de la muchacha.
Pero mientras esto decía, descubrió un rostro y unos ojos tan bellos, que no pudo decir nada más. Se dibujó una fea mueca en sus labios, y sin quererlo, o en verdad proponérselo, solamente pudo balbucear asombrada:
―¡Ich-Ka’an, Ich-K’uk’um! (¡Rostro de Cielo, Ojos de Quetzal!).