09. La Transformacion

(Incluye la melodía “La Transformación” de Gilberto Pluzarti)

I

El individuo idealiza su bienestar libre de cambios que puedan perturbar su día a día, pero si el origen de los cambios es la voluntad del orden divino, el azar poco tendrá que ver con su destino.

Cuando Terencio dio por concluido su complejo planteamiento matemático, se halló sólo, sin trabajo y sin dinero. Calcular había sido la única saliente que le impedía caer en el abismo de la depresión, pero ahora, además de lidiar con un notable sobrepeso producto de sus deplorables hábitos alimenticios y un prolongado sedentarismo, se manifestaba el tedio de no tener qué calcular, asociado a un cansancio desmedido que le impedía poner en orden cualquier cosa, incluso lo necesario para publicar su gran descubrimiento.

Una montaña de notas inconexas era el agobiante trabajo a concretar. El polvo que las cubría, el sepulcro que revelaba su indefinido abandono, y su triste epitafio, la actual situación económica de Terencio, circunstancia que lo había obligado a pedir trabajo en la única secundaria rural a la que podía llegar a pie.

Ya eran cinco años que un repentino infarto privara de la vida a don Amaury pasando sus bienes a la única persona que figuraba en su testamento, Zoila Hersilia Ortega Téllez, quien no renunciaría a ese privilegio, pero tampoco al rencor que le tenía a Terencio, resentimiento inexorable por el cual rehusó cederle un solo peso, aunque conocía la difícil situación económica por la que estaba pasando.

II

Un olor rancio entre humo de cigarro y cerveza impregnaba la casa, cuyos muros descoloridos revelaban su falta de cuidado, al igual que el polvo sobre el mobiliario y el lodo reseco que se extendía desde la entrada principal hasta la fétida habitación donde Terencio dormía desnudo. Apenas despertó, lo primero que vio fue un agujero de quemadura en su almohada, consecuencia de haber pasado la noche deambulando, bebiendo y fumando mariguana preparada por él mismo, cosecha de una mata que hacía unos meses había plantado detrás de su casa. Se espabiló, se puso un calzón colosal y rescató la última botella de cerveza del refrigerador. En el porche, rumió aquello que rumiaba siempre que abría la puerta principal: uno de estos días voy a tener que arreglar este pasto crecido, y limpiar el hervidero de moscos y renacuajos del negruzco charco que tengo por alberca.

Su consuelo para todo ese tedio, era que ese día habría una conjunción de tres planetas pocas veces vista, a unos grados al oeste por donde el sol se oculta. Si el cielo continuaba igual de despejado, a las siete y media de la tarde, podría ver entre los cuernos de Tauro, a Júpiter, Venus y Mercurio, formando un triángulo perfecto entre Auriga y Orión. Auriga con su gran estrella Capela a la derecha, y Orión con la supergigante roja Bitelyus casi a la misma altura. El fenómeno sería breve, acaso tendría unos minutos antes de que los planetas desaparecieran en el horizonte, después podría observar a Sirius, y poco más a la izquierda a Procyon, del Can Menor. Como el fenómeno tendría lugar en el Poniente, el mejor punto de observación sería sin lugar a duda el promontorio de cantera negra del jardín de Zoila. Mientras hacía estas conjeturas, descubrió a lo lejos un carrujo de marihuana abandonado sobre la mesa de hierro en medio del jardín, que de inmediato fue a rescatar, y aunque tuvo un doloroso traspié con un atrofiado rociador de agua sepultado bajo el crecido pasto, se sintió afortunado al suponer que acaso habría olvidado aquel tesoro la noche anterior por estar tan intoxicado.

Miró su reloj, ocho de la mañana del veintiséis de mayo de dos mil trece, cumpleaños de Julia; ver la fecha lo entristeció. Parecía inevitable que los recuerdos rondaran su mente. Ese día lo celebraba en casa de don Amaury, compraba barbacoa, y las niñas con singular alegría cortaban flores para Julia y para Zoila. Pero aquellas reminiscencias eran tan sólo el preludio de una depresión inevitable. Recostado en la hamaca tomando cerveza, recordaba el caprichoso proceder de Julia al momento de la separación, obstinada en no dejarle algún recuerdo, ni una foto o una prenda, todo se lo había llevado sin olvidar un sólo detalle, largándose con sus dos pequeñas, perdiéndose en alguna ciudad del Norte del país. Quizá no conocía tan bien a Julia, y ahora se preguntaba si acaso habría olvidado algún objeto en su frenético abandono. Dejando en el suelo la botella vacía, se dirigió hacia la habitación de sus hijas, quizá por ser esta la menos escudriñada. Una persiana metálica la mantenía en una penumbra ligera. Examinó los cajones tan sólo para cerciorarse que era polvo lo único que ahí había. Sin tener cabal idea de lo que buscaba, se sentó en la orilla de una de las camitas y se quedó mirando un rayo de luz que se proyectaba desde la persiana. El tiempo pasó con lentitud, mientras el voluminoso hombre contemplaba con estúpida paciencia el etéreo punto descendiendo hasta una de las rusticas mesitas de noche, iluminando los surcos y las tablas, hasta que repentinamente se hizo patente un peculiar brillo, descubriendo entre el cajón y los entrepaños un disco compacto que consiguió extraer con cierta dificultad. En la cara impresa entre un fondo negro se apreciaban dos personajes ancestrales con la leyenda: “Según el Orden de las Cosas”. Seguramente mis niñas lo extraviaron jugando, pensó. Estaba seguro que el disco le había pertenecido a Julia, y ahora representaba el único nexo con su pasado. Entonces cayo en la cuenta de que no tenía manera de escucharlo, el sistema de alta fidelidad también se lo había llevado.

Miró su cartera, contó el dinero, y salió a la carretera a esperar el autobús a Macuspana. Al llegar al mencionado poblado, lo primero que hizo fue dirigirse al mercado y sentarse en el puesto del mondongo. Con la panza repleta de más panza, el pantagruélico rollizo todavía se comió más de veinte tacos de menudencias. En el puesto contiguo pidió un licuado de betabel con apio y cuatro kilos de barbacoa de borrego para llevar. Hasta entonces dedicó tiempo para buscar en el tianguis de la plaza un reproductor de discos compactos que se ajustara a su exiguo presupuesto. Así fue cómo encontró un moderno aparato de manufactura china que incluía un par de audífonos de diseño ergonómico para deportistas. Juzgando que todavía era temprano, se dirigió al kiosco de la plaza con la intensión de engatusar a alguna despistada muchacha, pero sus vanos intentos sólo lograron que se le hiciera tarde.

A su regreso, quedaban apenas unos minutos para avistar el fenómeno celeste. Guardó sus viandas a toda prisa, se ajustó los audífonos, puso el disco en su nuevo discman, lo accionó, metió en la bolsa de su camisa un encendedor y el carrujo que había encontrado, y cargó el pesado telescopio sobre su hombro, llevándolo al fondo de la finca en una difícil travesía entre el crecido pasto hasta el promontorio piramidal del jardín de Zoila, mismo que encumbró sin descansar. Los pies del corpulento hombre y el tripié del telescopio apenas cabían en la limitada superficie superior.

Hasta entonces todo fluyó con relativa normalidad porque, quién podría imaginar que las cuerdas metafísicas del universo estaban por ser movidas por una potencia superior, en una enigmática frontera del tiempo y el espacio para que según el orden de las cosas, se dieran cita una serie de acontecimientos cuya precisión harían de esa tarde un suceso lleno de paradojas que el mismo Terencio ayudaría a concretar con su excéntrica personalidad.

III

Cuando Venus apareció en el horizonte la brisa sopló desde el Poniente. Cuando Júpiter hizo acto de presencia, Terencio encendió el grueso carrujo que traía en la camisa, y mientras le daba tres grandes bocanadas, Mercurio se alineaba con los otros dos planetas.

La euforia que sintió a continuación, lo hizo reconocer la excelente calidad de la hierba. Mirando por el ocular del telescopio, alcanzó a discurrir antes de ser presa de un mareo vertiginoso: qué curioso, parece que hubiera una flor en el firmamento, pensó festivo, hilarante, intoxicado, aunque el vértigo lo apremiaba a descender cuanto antes de la peligrosa altura. Bajó un escalón pero se tambaleó, sus extremidades estaban entumecidas. Torpemente desplazó el tripié unos centímetros y el fino aparato cayó por los peldaños haciéndose añicos. Cuando Terencio finalmente pudo descender hasta la base del promontorio, no reparó en el hecho de que todo ese tiempo el carrujo había permanecido en sus labios. Le brindó una mirada sombría al destrozado telescopio consecuencia de su estupidez, y se sentó en la arena, pero muy al contrario a lo que dictaba el sentido común o la prudencia, diez grandes bocanadas lo llevaron a experimentar extrañas alucinaciones.

―Tu padre nunca te pegó ―se escuchó decir― si alguna vez te ofendió, fue a causa de su misma frustración. Fuiste tú quién cautivó a Solange sin otro artificio que tu propio encanto renunciando a su amor, a su entrega y a toda una vida de felicidad. Tú abusaste de la inocencia de Nereida abandonándola en medio de la nada originando así su deceso y el de tu hijo. Fuiste tú quien teniéndolo todo perdió a su esposa y a sus hijas, su hogar y su trabajo. Eres tú quien vive en la miseria por no querer compartir el tesoro del conocimiento que se te otorgó, siempre tan alejado de Dios. Piensa en esto Terencio ¿qué elegirías si pudieras escoger tu penitencia?

Pesadamente se incorporó, pero no bien se había internado en el crecido pasto, lo detuvo un dolor lacerante. En su tobillo estaba trabada la quijada de una serpiente nauyaca real, que se le estaba enroscando en la extremidad. El increíble dolor lo hizo retroceder y tropezar con el mismo ofidio cayendo de espaldas, golpeándose la nuca en un bloque de cantera negra quedando tendido sobre la arena mirando al cielo sin poder moverse.

En ese momento dio inicio la novena pista, pues los audífonos de diseño ergonómico habían permanecido en su sitio pese a la violenta caída.

Al mismo tiempo que el manto de la noche lo cubría todo, el eco de la música coincidía con el fuerte latir de su corazón cual pesada densidad que circulara desde sus tímpanos. El nocivo néctar musical iba disolviendo su sangre a la orden de cada mortal intervalo, mientras el dolor de la mordedura progresaba. Cuando el intervalo musical volvía a repetirse, el tormento se repetía con nuevos bríos, ensamblando el choque intoxicante de las tres ponzoñas: el humo del cigarrillo, el veneno de la serpiente, y la música. Otro tipo de humo lo alarmó sobremanera. Era humo de pasto reseco. ¡El cigarrillo! ―pensó impotente mientras el viento del poniente avivaba las llamas llevándolas al grupo de bambúes, que ardió con tanta fuerza que empezó a incendiar la casa.

Entonces el tiempo volvió a detenerse, apareciendo frente a él una metafísica pantalla con imágenes muy reales, muy nítidas con profundidad, pudiendo experimentar en carne propia las sensaciones de cada escena. Entendió que se veía a sí mismo viviendo en otra persona, su alma reencarnada en otro ser. Así se vio renacer en una niña de nacionalidad polaca de nombre Ekaterina Croix, en un santiamén la vio crecer, asistir a la escuela y a una importante universidad, la vio cursar una maestría y un doctorado, llevando una vida dedicada a la investigación, diseñando, calculando, ensamblando una máquina impresionante a la que llamó Dos Ordenador, capaz de irradiar iones mediante una barra de carbono que permitía fabricar nanotubos con propiedades eléctricas sorprendentes. Al morir Ekaterina, renació en un científico de origen hindú de nombre Kumel Acibanilka, quien consiguió perfeccionar la técnica de ordenamiento molecular mediante una máquina similar a la de la doctora Croix llamada Tres Ordenador, capaz de crear moléculas similares al grafeno enlazándolas simétricamente con otros elementos.

La siguiente reencarnación fue en una mujer cuyo nombre, patria y religión no tienen relevancia, salvo que se trataba de la misma alma. De esta manera se vio renaciendo alternativamente en hombres y mujeres, todos destacados científicos dedicados a mejorar una misma idea, hasta que el tiempo dejó de ser tiempo, y el avance tecnológico permitió crear máquinas utilizando autómatas inteligentes. Fue entonces que el doctor Nódar Murygrardyh, construyó una asombrosa máquina a la que llamó El Trece Ordenador, de dimensiones tan colosales que debía permanecer orbitando la Tierra, cuya capacidad para dar orden a las cosas era tan superior y asombrosa, que trascendía al plano orgánico.

Esta vez Terencio miró de frente el rostro del profesor, y en los ojos del científico pudo ver el reflejo de su alma. Embelesado en esta comprensión, sin decir una palabra, Murygrardyh oprimió un botón, y al hacerlo El Trece Ordenador lanzó un potente rayo de luz que se situó al lado de aquél que yacía sobre la arena mirando fascinado, hecho que lo retornó a la realidad.

Pese a todo, Terencio no perdía la esperanza: Quizá todavía pueda salvar la casa ―pensó.

Haciendo un gran esfuerzo, logró levantar uno de sus brazos sin percatarse que al hacerlo seguía el ritmo de la música como una danza macabra. Con el resplandor del incendio pudo ver su brazo derritiéndose como la cera, mientras manaba de él un sebo negro y espeso. Levantó el otro brazo tan sólo para verlo derretirse de la misma manera siniestra, brotando también esa repugnante sustancia oscura y grasienta de olor nauseabundo, quedando sus extremidades reducidas a huesudos colgajos.

Aunque era mucha su ansiedad y el dolor lo consumía, su espíritu científico prevalecía: podría jurar que estoy sufriendo los efectos de una fragmentación de partículas a nivel subatómico originada por el colosal ordenador ―pensó absorto en los efectos de la asombrosa experiencia―: si esto es verdad, debe haber un puente Einstein-Rosen muy cerca de mí.

Miró a su alrededor y efectivamente, descubrió un cono diminuto a su derecha, tan denso que curvaba el espacio-tiempo circundante. Su cuerpo estaba siendo succionado por la estrecha boca. El asombro de Terencio era tan pasmoso que no podía dejar de hacer conjeturas: eso significa que el Trece Ordenador debe tener un fragmentador cuántico y un acelerador nanométrico que se vale de agujeros de gusano para crear trayectorias tan colosales que…

Pero no pudo concluir ese juicio, porque su cuerpo, incluyendo la grasa pestilente que de él había manado, se fragmentó en millones de partículas que fueron succionadas por el diminuto cono, transitando por un túnel largo y sinuoso en el que fueron aceleradas hasta llegar a su estado fundamental, momento en el cual cambiaron de signo, el tiempo se detuvo, el universo dejó de expandirse y empezó a contraerse, y los planetas empezaron a girar en sentido opuesto. Cuando el total de las partículas hubo retornado a su punto de partida, la tierra había retrocedido veintiséis mil ciclos en su traslación alrededor del sol.

Entonces creyó estar despertando de un sueño, aunque su pensamiento era sólo una insustancial chispa de conciencia, quizá porque no sabía que hacía mucho tiempo su corazón había dejado de latir.