(Incluye la canción “Infierno Sin Luz” de Gilberto Pluzarti)
La desaparición de Nereida, ocasionó que la pequeña Leticia viviera permanentemente a la tutela de la señora Natividad y de su esposo Manuel. Aunque a Leticia nada le faltó, al cumplir los dieciséis años su carácter se tornó nervioso, las auras de la noche empezaron a inquietarla en sueños, en sus ojos aparecieron oscuras ojeras, y en ocasiones temblaba de manera incontrolable.
El día que se trastornó, se le manifestó en la casa de Romana, amiga de Leticia, después del susto, la madre de Romana le comentó a Leticia que había escuchado de un brujo muy milagroso, un cholo, un curandero que vivía rumbo a Chiapa de Corzo quien según le habían dicho se llamaba don Cirilo. Como Leticia se sentía cada vez más mal, se obsesionó con la idea de ir a verlo.
―Por favor tía Nata, llévame con el brujo.
―No creas todo lo que la gente te dice, la mayoría de esos curanderos son puros charlatanes, vas a ver que pronto se te pasa.
Al ver que la condición de Leticia empeoraba, Natividad la llevó a un centro de salud donde le diagnosticaron epilepsia y le facilitaron medicamentos que temporalmente aliviaron sus males, pero al poco tiempo las auras de la noche volvieron a angustiarla.
―No me siento bien, como que la medicina no me hace, y me duele la cabeza.
―Deberías unirte al grupo de oración de María Tila, o si quieres te llevo al “Jardín de Dios” del ejido Zunzú en Tapijulapa.
―Será otro día tía Nata ―respondió sin interés, porque ya había tomado otra resolución.
Esa misma noche preparó una mochila con lo que consideró indispensable, incluyendo una mascada y una foto de su hermana, se levantó de madrugada, y muy calladita salió de su casa. En la primera avenida grande un taxi la llevó a la terminal camionera, donde tomó un autobús con destino a Chiapa de Corso, con la voluntad y la esperanza de hallar al sibilino recomendado por la madre de Romana, quién le había indicado de manera no muy precisa que vivía en las proximidades de Simojovel.
En Puerto Caté un taxi colectivo la llevó al poblado en cuestión.
―¿Conoce a don Cirilo? ¿Al hechicero? ―Leticia preguntó en la terminal de taxis y en el interior del mercado.
Pero ni los taxistas ni los marchantes pudieron darle razón de algún curandero.
Una anciana que vendía tulipanes le aseguró que conocía uno que vivía por las inmediaciones del río Almandro.
―En Huitiupán pasas Las Palmas y caminas por la orilla del río hasta cruzar un puente a la derecha ―le indicó.
Un abarrotado transporte la llevó hasta Huitiupán. En la tienda de una gasolinera comió y compró agua. Preguntando, transitó un solitario sendero que la encauzó hasta la margen del río, donde inició un peligroso peregrinar por la orilla en dirección Sureste.
Al final del día de lo único que estaba segura era que estaba perdida, no obstante, continuó caminando por la rivera sin saber que se había desviado por una afluente del Almandro en dirección sur, y gracias a ese afortunado error se dirigía hacia Chenalhó.
Agradecida por la bondad de una luna llena y un cielo despejado, pudo caminar toda la noche, ya que de no haberlo hecho tampoco habría podido dormir en una intemperie tan llena de alimañas, donde las ranas y las cigarras producían un estrépito metálico.
Andando la sorprendió el amanecer. Dejando atrás la rivera, subió un cerro por un angosto sendero que se prolongó en burdos peldaños de piedra, que la condujeron hasta una planicie cercada con lienzas de cocoíte que circuían cuatro rústicas viviendas, tres de las cuales eran simples casas de palo con techo de guano, pero la última, que era la de mayor tamaño, era de adobe con techo de palma. Detrás de las viviendas había un extenso sembradío donde crecían diversas plantas medicinales como catemisia, paliure, maguey morado, neem, silimarina y muitle, entre otras. Frente a la puerta de la casa de adobe había algunas personas sentadas en bancas, otras de pie haciendo fila.
―¿Aquí es el brujo? ―preguntó Leticia a los que ahí esperaban, esfuerzo que le provocó un ataque de tos de tan reseca que tenía la garganta.
Alguien le contestó algo en mixe o popoluca, pero ella nada pudo entender.
―Sí, aquí es espiritista ―contestó una mujer de edad avanzada hablando de manera entrecortada e imperfecta cuya lengua natal era el zoque.
―¿Tardará mucho? Porque no he comido.
―Cuando se ausenta, se junta gente, porque aquí son dos los espiritista ―respondió la señora mientras desenvolvía una de las tortas que ella traía, ofreciéndole además una botellita con agua―. A hoy, está don Lucero que es mejor, hay veces no hay tanta gente.
Leticia devoró la torta de huevo con frijoles sin agradecer, como si el altruismo de la mujer fuera lo más natural.
―¿Y es bueno? digo, ¿en verdad es capaz de curar?
―El otro espiritista curó mi cuñada, esposa de mi hermano. Tuvo dolor mucho tiempo, mucho. Mi hermano dijo que mejor se muera, que se olvide de dolor, mejor me caso con otra, pero mi sobrino la defendieron. Nada salía en radiografía, nada, ni doctores podían ayudarla, ni podía caminar de dolor. Mi sobrino buscaron espiritista, y así la llevaron junto con mi sobrina. “Ya tu mamá no aguanta operación, ya se va morir”, dijo espiritista, y le dio purga que tomara en ayunas. Al día siguiente arrojó gusano vivo verde como árbol, que mi sobrino guardaron en frasco. Cuando la vi, mi cuñada estaba flaca, flaca de a tiro, pero estaba curada. Le cobró veintitrés mil peso, que le fuera dando en pagos que le fuera juntando como tuviera, que mil peso, que quinientos, y daba recibo de lo que faltaba.
―¿Veintitrés mil pesos? No pensé que cobraran tanto.
―Es mejor pagas, porque es peor enfermedad.
―¿Usted cómo se llama?, ¿usted es de por aquí?
―Me llamo Gregoria, nací en Carmen Tonapac, colonia vieja, que antes estaba en municipio Chapultenango, ahora vivo en colonia nueva, en Tuxtla, pasando Chiapa de Corzo hace media hora la combi. Cambió lugar colonia desde Chichonal en el ’82, caminamos con mi hermana y mi mamá por ceniza blanca, por piedra caliente que no puedes ni caminar, te resbala, así fuimos hasta Chapultenango. Estaba oscuro de volcán, dicen que era día, que no era de noche. Éramos mucho, miles de persona, de ahí salieron camiones que nos dejaron en Cárdenas. Estuvimos quince día en refugio que era escuela. Como mi hermano se asustaron más, salieron rumbo a Copainalá, con su esposa y con sus hijo, pero sufrieron más porque no hay colonia, no hay que comer, no hay nada. Día y noche caminaron cuatro día, pura subida por ceniza de volcán. A nosotras nos fue mejor, porque nos quedamos un día más.
Esperando pacientemente, el sol se puso y los grillos empezaron a cantar. Nuevamente a Leticia le fue imposible descansar de manera adecuada, porque pasó la noche al lado de Gregoria en medio de una lluvia persistente, las dos bajo una cobija y un lienzo de plástico que la señora había prevenido para la inclemencia.
Por la mañana, el desayuno lo facilitó una mujer que vivía en una de las rústicas chozas de palo: tamales de chipilín, y atole de maíz nuevo.
Alrededor del mediodía, Gregoria entró a su consulta, pero al término de ésta, el brujo salió del recinto permaneciendo junto a la puerta en espera de su siguiente paciente, gesto que intimidó a Leticia quien lo miraba desconfiada examinándolo indiscreta. Moreno, alto, de complexión vigorosa, el curandero llevaba el cabello sujeto con una cinta luciendo menos canas de las que ella había imaginado. Leticia no se movió de su lugar, pero la gente que ahí esperaba exigió que se apresurara. Ella se acercó al brujo temblando. El hombre la saludó ásperamente y la hiso pasar.
El interior del recinto era de un ámbito precario y olía a humo de copal. La suma de los enseres confería al lugar la tonalidad del misticismo auténtico. Yaguales con pozol y otros granos pendían de las vigas atados a horcones de cedro, de los que también pendían diversos ataditos con hiervas secas. En el piso, un petate se extendía al lado de una rústica cama. Un comal de barro ardía frente a una ventana abierta, y en todo el perímetro había polvorientas macetas con plantas secas. En un avejentado mueble y en repisas se exhibían frascos de diversos tamaños con polvos, remedios herbolarios, algunas vasijas de barro, huesos de fraile, y un guaje sirial. En la habitación contigua, por encima de un fogón apagado, había tallos de cañafístula ennegrecidos por el hollín, y raíces atadas a un mecate. Pero lo que más llamaba la atención de todo aquel despliegue de primitivos enseres, era un ancestral mortero color carmesí.
El brujo posó su mano en la frente de la muchacha colocando el pulgar entre sus cejas, y después de mencionar un conjuro la miró atónito, como si algo asombroso le hubiera sido revelado. Entonces salió del recinto para decirle a la gente que se fuera, que se retiraran, que no atendería a nadie más hasta la siguiente semana, provocando sonoros reclamos de quienes habían esperado toda la noche. Pero como era un hombre de mucho respeto, la gente terminó por retirarse en paz a excepción de Gregoria, quien preocupada se había quedado a esperar a Leticia.
―Qué tiene la niña, ¡ella no se queda, ella viene conmigo!
―¡Esto no es de tu incumbencia! ―le dijo el brujo impaciente.
―¡La niña viene conmigo, ella no viene sola! ―mintió.
Posando su mano en la cabeza de la anciana, el brujo pronunció un conjuro en zoque, y la señora se retiró del lugar tranquila, como si todo lo hubiera olvidado.
Cuando el brujo retornó al recinto, Leticia temblaba como una hoja.
―Por favor siéntate ―le ordeno señalando la estera―. Tú, no debes temerme.
Ella obedeció sentándose recelosa en el petate con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada.
Entonces el sibilino habló.
―Dime quién eres y a qué has venido.
―Mejor usted dígame, ¿usted quién es? ―se atrevió a preguntar Leticia.
―Bien, me presentaré yo primero. Yo soy el Xaman’eek, que desde tiempos largos significa Signo del Norte o Estrella Polar ―dijo con franqueza―. Yo soy el ombligo del cielo y el cordón umbilical que conecta con el otro mundo. Yo soy el que transita y el que guía al caminante porque ve delante del camino. Yo soy el de las siete flores, aquél que se transforma, el artífice de piedra, el brujo tigre y la misma guerra. Yo soy el conducto del tiempo que yace sobre el árbol de Akante, porque yo soy hombre de mucha luz, Lucero Guiador, gracias a la bondad del creador. Ahora dime, ¿tú, quién eres?
―Mi nombre es Leticia López.
―Leticia López, debe haber una razón poderosa para que hayas venido hasta aquí tu sola.
―Quiero saber… quiero saber mi futuro ―dijo confundida.
―Tu futuro es que permanezcas a mi lado, por supuesto.
Aunque la afirmación era absurda, el cansancio se anteponía a la sensatez y a la prudencia.
―Será como usted diga, pero ahora necesito dormir.
―Ya habrá tiempo para dormir, sólo dime a qué has venido. ―Vengo a… no lo sé… ya no sé… ―y rompió a llorar, pero al ver que el brujo cerraba los ojos impaciente, ella hizo un esfuerzo por contener su llanto―: Xaman’eek, si su bondad me lo permite ―expresó Leticia sollozando― hace meses que mis noches están llenas de inquietud. Veo a mi hermana en sueños, la gente me dice que ella me abandonó cuando yo era niña, pero no sé, me pongo tan mal cuando aparece, que presiento que algo me quiere decir. Entonces mi cuerpo tiembla de manera incontrolable y hasta pierdo la conciencia. Los doctores dicen que es epilepsia, pero su medicina no me ayuda.
―Dime el nombre de tu hermana.
―Nereida.
―Entrégame lo que trajiste, aquello que tocó el aura de tu hermana.
Impresionada por la acertada clarividencia, porque ella no le había mencionado que llevaba las prendas, sintió gran respeto por el brujo.
Después de anudar la fina mascada alrededor de su cuello por encima de su collar de ojos de venado, el brujo colocó la imagen de Nereida sobre su pecho. De la talega que colgaba de su cuello tomó un puñado de hongos negros como la tierra, se los llevó a la boca y los mascó salivando abundantemente escupiendo la horrible pasta en el mortero color carmesí.
―¡Ah¡ ¡Eso! ―exclamó revelando una sonrisa macabra, pues sus dientes se habían teñido de negro.
Mascando otro puñado de hongos, agregó al mortero un poco de agua, hierbas, diversos polvos y unas gotas de un aceite cristalino que era el veneno de una nauyaca real, la ancestral Ik’Bolay (Serpiente Cantil Cola de Hueso). Después de escupir nuevamente en el bruñido recipiente, mezcló con vigor su asqueroso preparado
―Bébelo todo ―le ordenó ofreciéndole el mortero.
Ella sostuvo el recipiente con ambas manos, miró su contenido con asco, y llevándolo a sus labios se obligó a tragar tratando de no regresar lo que con dificultad conseguía pasar. Fue entonces que Leticia experimentó unas náuseas tan pasmosas que sobrepasaron su impulso por vomitar, la quijada se le paralizó, y en ese momento perdió el sentido.
Despertó en una dimensión espiritual cuyo entorno podía distinguir con insólita claridad. Era una caverna donde prevalecía una bruma rojiza, cuya bóveda y muros crujían incesantemente. Ella caminaba sobre un sendero rojo y estrecho que se extendía entre dos profundos desfiladeros. Brillando con una celestial aura blanca, se halló convertida en una hermosa princesa quien sostenía en sus manos un ramo de flores y el fuego encendido. Al mirar por el borde del desfiladero, se vio a sí misma sobre el camastro sufriendo violentas convulsiones, los ojos en blanco, la sangre escurriéndole por la nariz. El brujo y su mujer la estaban atando de las muñecas y los tobillos con lazos de henequén. Espantada de verse en aquella inquietante escena, se alejó transitando por el angosto camino rojo, sobre cuyos bordes fueron apareciendo todo tipo de cráneos, unos grotescos, otros coloridos, otros amorfos. Al final del camino, una colosal calavera de piedra se alzaba en lo alto rodeada por los rostros de cuatro dioses ancestrales. Un ser fantástico con pico de ave quien dijo llamarse Zot, sorprendió tanto a Leticia con su repentina presencia, que la hizo retroceder peligrosamente hacia la orilla, pero cuando estaba por caer en las entrañas del abismo, Zot le tendió la mano, la alzó en vilo, y la ofreció en matrimonio a los rostros benditos diciendo:
―Ka-ma-an Nikté il Yum-Tzek ye-cham-el, ka-ma-an Nikté K’inbenzilan toco-cu-te, ka-ma-an Nikté Yum-Viil och-in-ha ox-xic-an, ka-ma-an Nikté Huun-Lah-P’e u-cu-chu u-kaz-ac t’i-bu-el. (Recibe la flor Yum-Tzek que amenazas de muerte, recibe la flor K’inbenzilan ígneo de las plantas, recibe la flor Yum-Viil que alimentas con tu semilla al viajero, recibe la flor Huun-Lah-P’e cuya carga son los obstáculos del tiempo).
Poniendo el pie izquierdo sobre el sexo de la muchacha haciendo alusión a la pureza y a la castidad, Zot bautizó a Leticia con el nombre de Zak-ch’up (La Diosa Virgen, La Diosa Pura), momento en el cual se abrió una metafísica ventana entre la bruma, que le permitió a Leticia ver a su hermana Nereida señalando al cielo mientras le daba el pecho a un recién nacido. Observando lo que su hermana le señalaba, Leticia pudo ver una estructura metálica orbitando la tierra llamada El Trece Ordenador, que era una colosal máquina capaz de modificar el orden de las cosas. Cuando su hermana le señaló la densa bruma del abismo, reveló a feroces demonios asesinando y devorando a los moradores de una monumental ciudad de piedra, y cuando señaló hacia el oeste, tuvo la visión de una asombrosa ciudad de cristal siendo arrasada bajo toneladas de agua.
Entonces el hombre con cara de ave invocó el siguiente conjuro:
―Um-Tzek u-mu-ti Zak-ch’up- ix ye-cham-el tzo-la-ac-men u-cu-chu poc-tooc tzo-la-ac-men ch’up-ch’up (El dios de la muerte Yum-Tzek es signo para la virgen quien amenaza de muerte según el orden de las cosas, y el fuego encendido será la carga de la mujer según el orden de las cosas).
Leticia resplandeció en albura, mientras aparecía frente a ella el sexto infierno, que era el lugar donde el alma del culpable debía sufrir su condena. Pero como Leticia ahora era Zak-ch’up, La Diosa Virgen, La Diosa Pura, era ella quien debía enunciar la terrible sentencia:
En éste lugar nunca verás el Sol y tu vida en un juego de azares se va a sortear, es el lugar donde la bella flor ha perdido su buen corazón. Son de madera los hombres y sus corazones son duros balones que juegan los monos forrados de malva, aquí es Xibalba infierno sin luz. Wuqub’Kame, Chamiyajom, Kuchumakik, Xikiripat, Ajalk’ana, Chamiyab’aq, Ajaltoq’ob, Patan, Kik’xi, son señores de la noche que regalan con derroche la miseria entre los vivos y los muertos con reproche. Te va a gustar, ven a probar, te deseamos, te anhelamos, ven a gozar. No te olvides de este lugar, sexto infierno al Sur, inframundo que hace temblar, sólo faltas tú. Te va a gustar, ven a probar, te halagamos, te esperamos, ven a gozar.
―Ix-lo’bayan, Ajbisaj t’aanilo’ob balkaaj, Bolon Oochte (Jovencita, Emisaria Celeste, Nueve Zarigüeya).
Escuchó que la llamaban.
―Ix-lo’bayan, Ajbisaj t’aanilo’ob balkaaj, Bolon Oochte ―repitió la mujer del brujo tratando de reanimarla, sentada en la orilla del camastro.
―¡Ya despertó la niña! ―gritó mirando hacia la puerta y después le obsequió a Leticia un trozo de Macal asado―. Come, es Pish’po-Kó, que es la piedra de la tierra quemada, porque dormiste el día y también la noche.
Leticia sentía la misma alegría que experimenta quien ha sobrevivido a una difícil prueba de vida.
―Agua… Por favor ―suplicó.
Tomó vaso tras vaso hasta saciar su sed. Mientras comía su dulce, no pudo evitar llorar. Su llanto se acentuó al ver la sangre reseca y las marcas de los lazos de mecate en sus muñecas y tobillos.
La mujer le dijo cariñosamente:
―Ya te sacaron el diablo que traías dentro, duraste así tres días ―expresó dándole un tierno abrazo.
La mujer salió de la casa, y el brujo ingresó a la misma. Viendo a Leticia tan calmada, el hombre le dijo con regocijo:
―Ix-lo´bayan, mucho rogué por tu presencia, muchos años esperé tu llegada, eres portadora de un mensaje divino que era mi destino poder interpretar. Nuestras vidas están unidas por la trascendencia, y la pureza de ese cause sobrepasa todo entendimiento. Eres tú la Emisaria Celeste, el espíritu de Zak-ch’up y Buts’eek’k’uh, el Cometa Divino que trae consigo el legado que es la razón de mi existencia. Tuve que hacerte ingresar en el reino de las tinieblas para esclarecer dicho legado, y por eso te pido perdón. Te doy gracias, porque ahora sé que tu hermana murió por el inmenso amor que le tenía a un Noh-Xooch’ poseedor del conocimiento que transforma el orden de las cosas. Él es El Gran Búho, porque no duerme, cuyo saber sobrepasa las fronteras del tiempo y el espacio. Quizá tu hermana lo sabía.
Ése es precisamente el quehacer que ahora nos ocupa, la razón por la cual El Dios Creador Hunab-Kú te puso en mi camino, y quizá por lo mismo tu hermana y tu sobrino tenían que morir.
―Sabía que estaba muerta, por fortuna la sentencia ya fue declarada para ese hombre Búho ―afirmó Leticia con sed de venganza.
―Preocúpate por ti, por tu perdón. El destino de aquel hombre nada puede cambiarlo, porque tu presencia aquí logrará que su maravilloso espíritu sea liberado para que pueda trascender. Entretanto, es necesario encausar su conocimiento hacia el tiempo y el espacio que determinará el orden de las cosas.
―¿Qué puede tener de maravilloso el espíritu de alguien tan malo? ―preguntó Leticia debilitada y después agregó con el semblante pálido―: oiga, acabo de recordar que no traigo dinero para pagarle.
―No te aflijas niña, comprende que tu presencia aquí es más valiosa que todo el oro del mundo. Si así lo deseas, puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras, mi mujer te cuidará hasta que comprendas lo sucedido. En cuanto a mí, debo buscar el humo sagrado responsable de encausar la labor que gobierna nuestras vidas.
A Leticia le pareció sensato y provechoso quedarse en aquel paraje por unos días, pues sentía una gran admiración por el brujo y abrigaba la esperanza de aprender de él, quizá podría llegar a ser su discípula y curar como él lo hacía.
Aquellos pensamientos ocupaban la mente de Leticia, sin saber que con el paso del tiempo entendería que ella también tenía el don de curar, que muchos años viviría feliz en aquel bello paraje, que en ese pedacito de cielo iniciaría una vida dedicada a sanar, que ella sería conocida como La Damita Blanca por la pureza de su alma, y porque permanecería virgen hasta el final de sus días.