Terencio cursó la licenciatura en electrónica, una maestría en física y un doctorado en sistemas computacionales en una importante universidad. Al concluir su postgrado, la misma institución le ofreció una plaza para impartir la cátedra de física, ocupando también la vacante de administrador de la biblioteca, instalándose en una pequeña oficina dentro del recinto del saber que él administraba, rincón en el que se sentía a sus anchas por estar aislado del ruido, rodeado del orden equilibrado de los libros, donde sólo había una terminal de la nueva red local.
Una vez instalado en aquel conveniente nicho, Terencio permaneció largas horas calculando complejos algoritmos, leyendo, investigando o profundizando en temas que eran de su interés, como la vida de Pitágoras, aunque su extraña obsesión por el orden lo encauzaba a vincular una lectura con otra. Fue por eso que el relato “La Lotería en Babilonia” del escritor Jorge Luis Borges, lo llevó a leer “Vidas de los Filósofos más Ilustres” de Diógenes Laercio, donde Heráclides Póntico narra a detalle que: “Pitágoras decía de sí mismo que «en otro tiempo había sido Etálides, tenido por hijo de Mercurio; que siendo Euforbo dijo, había sido en otro tiempo Etálides, que había recibido de Mercurio en don la transmigración del alma, como efectivamente transmigraba y circuía por todo género de plantas y animales. Que después que murió Euforbo, se pasó de alma a Hermótimo. Que después que murió Hermótimo, se pasó a Pirro, pescador delio, y se acordó de nuevo de todas las cosas, a saber, cómo primero había sido Etálides, después Euforbo, luego Hermótimo y Pirro». Finalmente, que después de muerto Pirro vino a ser Pitágoras, quien se acordaba de todo cuanto hemos mencionado.”
La lectura le pareció interesante, aunque irrelevante como para darle mayor importancia. De haber sabido que un día viviría una epopeya parecida a la de Pitágoras, quizá habría profundizado más en el tema.
En la soledad posterior a las clases, Terencio empezó a concebir una teoría referente al ordenamiento simétrico de los átomos en los enlaces moleculares, obsesionándose con sus posibilidades y alcances, concluyendo que para poder realizar esa investigación tendría que auxiliarse de una súper computadora y de un software parametrizable, dos poderosas herramientas de cálculo totalmente fuera de sus posibilidades económicas, porque para alcanzar el orden que él precisaba, tendría que elaborar complicados modelos matemáticos calculando enlace por enlace. Pero en lugar de pedir apoyo a la institución donde él trabajaba, daba por sentado que su investigación no sería aprobada por la directiva y se perdería en un mar de trámites burocráticos. Deliberando en cómo resolver el obstáculo económico, dirigió su mirada a la terminal de la nueva red local. A la vuelta de algunos meses, el apacible profesor de física se había convertido en un inescrupuloso hacker, cuyo objetivo era claro: financiarse una investigación personal tergiversando los fondos de la universidad.
Con un propósito definido, su vida empezó a fluir de manera más sencilla. En una feria del libro conoció a una maestra de literatura, la señorita Julia Alcázar, con la que se casó después de dos años de noviazgo. El trabajo, los viajes, el ir y venir de la rutina, hicieron que el tiempo pasara inadvertido para Terencio quien había fincado un hogar, y era padre de dos hermosas niñas: Marlene y Cynthia.
La familia solía pasar los fines de semana al norte de Chiapas, en una casa de campo a la que cariñosamente llamaban La Cabaña por estar apartada de la ciudad y tener acabados interiores en cedro y macuilí. Los doce mil metros cuadrados delimitados por una barda de piedra, eran una fracción de los extensos sembradíos de cacao y árboles madre, cuyo terrateniente era don Amaury Paulini Lazcano. Frente a la casa en medio de un amplio jardín había una alberca ovalada, una mesa de hierro con sombrilla y seis sillas, y un almendro debajo del cual disponían las camas de sol. Junto a la barda, había frondosos framboyanes coronados con hermosas flores rojas. Detrás de la casa, un denso grupo de bambúes le confería a la misma un toque elegante y tropical, seguido de un par de columpios, una cancha de tenis de tartán, y hasta el fondo, como una oda a la opulencia, un jardín definido por un mogote piramidal de cinco metros de altura formado por grandes bloques de cantera negra, rodeado por arena blanca traída directamente de las playas de Cancún, espacio que Zoila había mandado hacer dando rienda suelta a su imaginación.
Como Julia Alcázar era una ambientalista acérrima, consideraba que robarle arena a las playas de Cancún era un crimen imperdonable.
―Dígame una cosa doña Zoila, ¿no cree que esa arena tan blanca es patrimonio nacional? ―preguntaba indignada.
―Si supieras el trabajo que me costó traerla ―contestaba Zoila recostada bajo el almendro luciendo un bikini de color rosa mexicano.
―Y esos bloques tan grandes y negros, ¿de dónde los sacó?
―Es un secretito que de todos modos te voy a revelar porque ya no importa. Son de una cantera del Estado de México, de un poblado que se llama Melchor Ocampo, pero no los busques, ya no los encuentras, ya se agotó la veta.
Una de aquellas entrañables noches de sábado, Terencio ajustaba su nuevo telescopio Schmidt-Cassegrain con doble eje y moderno mando electrónico, montura ecuatorial motorizada. Con el trípode asentado sobre el tartán de la cancha de tenis, las ocho pulgadas de apertura y dos metros de longitud focal, era una de las más recientes “adquisiciones” efectuadas por la institución donde él laboraba, al igual que el grupo de costosas lentes y accesorios dispuestos sobre una mesa con ruedas.
―¿Qué haces papi? ―preguntó Cinthya de cuatro años.
―Estoy ajustando mi telescopio nuevo ―contestó Terencio sin dejar de mirar por el potente ocular.
―¿Y qué estás viendo?
―Las estrellas y los planetas.
―¿Me dejas ver? Déjame ver las estrellas.
―Mejor pregúntale a tu mamá si ya está la cena, y si todavía no está le ayudas para que no se haga más tarde. ¡Y no se te ocurra tocar esas lentes!
Polaris, ¿dónde estás? Se preguntaba mientras ajustaba el trípode. Sólo tengo que apuntar al eje de ascensión recta, alinear la montura hacia el Polo Norte Celeste, hacer un ajuste refinado por deriva de la elevación, y el ajuste del acimut del Eje Polar.
Ya había ubicado Polaris, cuando un inusual desplazamiento desalineó el fino aparato: ¿Pero qué pasa?, estoy perdiendo referencia, se dijo.
―Papi, déjame ver las estrellas ―pidió Marlene de seis años mientras continuaba accionando la botonera de mando.
―¡Fuera de aquí! ¡No quiero verlas más! ―gruñó Terencio.
Podría decirse que todo lo tenía, que nada le faltaba, que era un hombre rodeado de invaluables tesoros, sin embargo, Terencio se sentía solo.