(Incluye la melodía “Sinfonía a la Cantata No. 29” de Johan Sebastian Bach)
La percepción de la realidad de un individuo con facultades prodigiosas puedes ser difícil de entender, y más aún si el individuo es un maniático del orden obsesivo compulsivo, quien considera la imprecisión del Padre de las Matemáticas una traición. Dicha circunstancia podría derivar en un trastorno que le resulte perjudicial, como le ocurrió a Terencio un sábado de octubre, día en que descubrió un error en los cálculos de Pitágoras, extraña confusión que le originó una insufrible fobia a los gatos.
Don Amaury estaba de viaje en Sudamérica, Zoila había salido de compras con la pequeña Solange, mientras Terencio hurgaba dentro del closet de don Amaury encaramado sobre un cajón a medio abrir. Entre un montón de tiliches inservibles encontró un libro sobre “Historia de la Música”, en cuya primera página aparecía manuscrito el nombre de su difunta madre. El libro explicaba la teoría y el origen de la música desde la antigüedad: la pauta, los intervalos mayores y menores, la escala natural, y su historia precedente, hallando interesante el concepto de medida llamado compás, que divide una melodía en secciones ordenadas.
«Pitágoras ―leyó Terencio con avidez― calculó las doce notas musicales con puras quintas a partir de la nota “La 4” que tiene una frecuencia de cuatrocientos cuarenta Hertz».
Hallar el nombre de su adorado padre de las matemáticas en un contexto diferente como era la música, fue la revelación que lo apremió a poner en práctica lo que acababa de leer. Con esa urgencia, pensando en una manera inmediata de aplicar lo expuesto por Pitágoras, bajó corriendo a la sala, y frente a la consola del tocadiscos se puso a escuchar lo que iba encontrando en la estantería de los acetatos.
La portada surrealista del disco Time Out de Dave Brubeck, lo llevó a escuchar Take Five de Paul Desmond, deduciendo que la melodía debía tener tiempo de cinco cuartos por compás. También escuchó los compases de cuatro cuartos en las melodías de Glenn Miller, Ray Coniff y Franck Pourcel, y el tiempo de tres cuartos del Vals de las Flores de Piotr Ilich Tchaikovski. No fue sino hasta que escuchó la Sinfonía a la Cantata Número 29 de Johan Sebastian Bach, interpretada por Marcel Dupré en el órgano tubular, que comprendió que finalmente había encontrado lo que estaba buscando.
Cada vez que el fuliginoso acetato giraba, crecía en Terencio un sentimiento de admiración y otro de envidia. El primero obedecía a la devoción hacia el autor de una obra tan homogénea, integrada casi en su totalidad por 140 compases de tres cuartos con doce notas sin pausas ni silencios. El segundo, al quimérico anhelo de llegar a tocar como el intérprete, quien hacía suyo aquel portento de manera magistral. Pero como era mucha la urgencia de Terencio por participar de aquella simetría, llegó a la conclusión de que la única manera de poder hacerlo era calculando. Se acercó al piano que había pertenecido a su madre, se sentó en el banquillo, abrió la tapa del teclado e imaginó que él tocaba. Recordando cada nota las iba transformando en números, primero de manera lenta calculando las frecuencias de quinta en quinta como lo había hecho Pitágoras, incrementando la velocidad de sus cálculos hasta igualar el tiempo de un dieciseisavo por compás, creándose en el misterioso universo de sus pensamientos una danza numérica de tan insólita rapidez, que de haberse medido su actividad cerebral con un electroencefalógrafo, las agujas se habrían disparado hasta romperse.
Disociando su pensamiento, sin dejar de calcular, se le ocurrió comprobar el valor de la frecuencia de una nota de once quintas con la misma nota en siete octavas, haciendo el cálculo de octava en octava como lo había hecho Pitágoras, sin saber que en esa igualdad existe una discrepancia que corrige un artilugio creado por el mismo Pitágoras, llamado coma pitagórica, que Terencio no había alcanzado a leer en el libro de música por la premura de querer aplicar lo aprendido a su manera, imprecisión que le provocó un descomunal conflicto numérico justo en el momento en que la gata de Zoila saltaba a su regazo para ser acariciada. El felino permaneció quieto sobre las piernas de Terencio intuyendo que algo extraño le sucedía. Las miradas se cruzaron, una inusitada ola telepática fluyó entre el niño y la gata, el pasmoso cúmulo de información saturó el pequeño cerebro del animal, los ojos ambarinos se cristalizaron cual dos grandes canicas, profirió un gruñido seco y pavoroso, sacó las garras clavándolas en las piernas de Terencio, dio un espectacular brinco, y salió despavorida por el pasillo mientras el niño quedaba atrapado en un estado de abstracción catatónico.